Miriam Duch
Ilustración: Ernesto Medina
La Jornada Maya
Viernes 26 de agosto, 2016
Había una vez una niña que nació para contar cuentos, escribir y cocinar. Hablo en principio de Eva Luna, protagonista de la novela de Isabel Allende. Con el ánimo de abrir boca a una suculenta lectura, traigo trocitos de zanahorias y pimientos encantados: sí, los mismos de los que la imaginativa criatura decía: “Al caer en la sopa se transformaban en príncipes y princesas y salían dando saltos entre las cacerolas, con ramas de perejil enredadas en las coronas y chorreando caldo de sus ropajes reales”. Elvira, la cocinera, le daba de desayunar a la pequeña Eva las sobras del día anterior porque había escuchado que es bueno comenzar la jornada con el estómago bien lleno, “para que te aproveche en los sesos y algún día seas instruida…”.
Mi gusto insaciable de leer se ha traducido en la adquisición de conocimientos, incluidos los del condumio. Antes de continuar, de acuerdo con las reglas de la buena educación, he de presentarme. Tengo el privilegio de ser hija y discípula del escritor y periodista yucateco-catalán don Juan Duch Colell (1920-1998).
Para continuar con el tema gastronómico, digo que considero como garbanzos de a libra a todos los que -como mi padre y mi madre- se han solidarizado con mis inquietudes literarias. Ahora, gracias al apoyo fraternal de [i]La Jornada Maya[/i], tengo la oportunidad de dar a conocer mi trabajo en esta sección: la cocina enlazada con cuentos y novelas. Como redactora chef de bocadillos literarios, me propongo envolver la estructura de mis textos en abundante recopilación hemerográfica y referencias sobre nutrición, clásicos de narrativa en fragmentos y citas textuales de amigos de la buena mesa, entre ellos el famosísimo gastrónomo Brillat Savarin; algunas de sus definiciones son inolvidables (y dignas de ser discutidas), por ejemplo ésta: “El descubrimiento de un nuevo plato hace más por la felicidad humana que el nacimiento de una estrella”.
No todo es miel sobre hojuelas, claro. Me preocupan los trastornos de alimentación, como la anorexia y la bulimia, igual que me descorazonan las carencias nutricionales o, de plano, el hambre que padecen millones de personas en el mundo. Feliz seré, plenamente, cuando haya comida para todos.
No busco crear polémica. Al contrario, trato de conciliar. En mi mesa no obligo a un vegetariano a ingerir carne ni le ofrezco alcohol a un abstemio. Tampoco insisto en que un hipertenso coma bacalao salado ni le sirvo pastel de chocolate a alguien que quiere bajar de peso. Mi menú es variado. Cada quien puede brincarse lo que no le guste y quedarse con lo que le apetezca. Propongo algo parecido a lo que ocurre en la novela [i]El general en su laberinto[/i], de Gabriel García Márquez, cuando el personaje principal ayuda a la invitada a servirse un poco de todo, explicándole el nombre, la receta y el origen de cada plato, y luego se pone él mismo una porción bien surtida “ante el asombro de su cocinera, a quien una hora antes le había rechazado unas gollerías más exquisitas que las expuestas en la mesa”.
Mérida, Yucatán
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