de

del

Pablo A. Cicero Alonzo
Ilustración: Ernesto Medina
La Jornada Maya

Jueves 25 de agosto, 2016

Octava parte

"Marea de memoria"

n el estertor de su sentencia, que transpiró como duermevela, Polo lo recordó todo. Todo. Caminaba por la playa de aquella triste prisión sin barrotes. Tenía los pies descalzos; sentía la arena húmeda. Fue entonces cuando recordó que seguía vivo. Ya era un hombre mayor, ya había hecho las paces con ese destino implacable que se ensañó con él.

Se sentó a la orilla del mar; sentía el rozar del agua en cada ola en los dedos de sus pies. Respiró profundo, arrullado por el oleaje de ese mar turbio, que en su horizonte escondía un pasado y una familia que poco a poco desaparecía de sus sueños. Un oleaje reconfortante, una letanía marítima, una canción de cuna…

Hacía años que no marcaba con la cuchara el mínimo espacio de las barracas que consideraba propio, convirtiendo los días en muescas de un recuento que atormentaba. Hacía años que la duna que sólo él conocía vomitaba oro, indigesta de centenarios de un remitente que ya no era tan anónimo.

[i]Y vio, entonces, a Pedro, aterrorizado, como nunca antes lo había visto; lívido, salpicado de sangre, con un cuchillo en la mano. Y la vio, desnuda, abierta; palpitando, agónica. [/i]

[i]Abrazó a su amigo, que temblaba como niño. Le quitó el cuchillo de las manos, le limpió el rostro y las manos. No le dijo palabra alguna. Todo lo que le tenía que decir se ahogó en el silencio. [/i]

[i]Y vio, de nuevo, a Pedro, derrotado, hincado ante él, suplicando en un idioma mudo su perdón. Y la vio, ya muerta, un guiñapo, la sombra de lo que fue, de la belleza que fue.[/i]

[i]Levantó a Pedro y le dio una camisa, un pantalón; lo vistió. Le abrió la puerta y le urgió a que se fuera, a que se fuera corriendo, lo más rápido que pudiera, que no volteara.[/i]

[i]Y vio, por última vez, a su amigo, a su único amigo; a la persona que lo conocía mejor incluso mejor que él, dando traspiés, corriendo como si lo persiguiera un fantasma.[/i]

[i]Se acercó a ella, y sin saber por qué, la acuchilló de nuevo. Una, dos, tres veces. El filo entraba y salía; del cuerpo ya inerte brotaba una sangre fía, oscurísima, densa…[/i]

[i]Y vio, por primera vez, el cuchillo en sus manos; los nudillos blancos, contrastando con esa espesa, pegajosa sustancia… Y se olvidó, entonces, de Pedro, de ella, de él mismo. [/i]

[i]Se olvidó, incluso, de que minutos antes vio cómo discutían Pedro y la mujer. Ambos desnudos, ambos con lágrimas en los ojos. Ella, sollozando, diciéndole que era a ti a quien en realidad amaba. [/i]

[i]Y vio los remanentes de esa noche trágica. De un trago, se bebió la media botella de agrio vino que quedaba en la mesa. Tomó las pastillas que estaban sobre la mesa, y se las metió todas. Dando tumbos, se acostó junto al cadáver.[/i]

[i]Se durmió, pero varias imágenes rondaron por su cabeza antes de olvidarlo todo. Ella lloraba; Pedro intentaba consolarla. Ella cogía el cuchillo, él, en vano, intentaba detenerla…[/i]

[i]Y vio, al despertar, a policías y soldados a su alrededor; escuchó gritos, sintió golpes… Al principio, no sabía ni quién era, no reconocía a la muerta que yacía junto a él. No identificaba entre el sueño y la realidad.[/i]

[i]Soñó con su padre y con su madre, con sus hermanos. Soñó con su casa, en una finca en la García Ginerés. Soñó con Pedro y sus hermanos, todos despidiéndose de él en ese pueblito que se llamaba Itzimná.[/i]

Una alarma lo arrebató de esa ensoñación. Polo lloraba al conocer por fin la semilla de su tragedia. Lloraba de alegría, ya que entre sus manos tenía la única certeza que se llevaría a la muerte. Sabía, al fin, por fin, que él no la había matado, y que Pedro, tampoco. Se levantó y arrastró los pies por esa arena en a la que el oleaje había traído, esa tarde, sus memorias. Como si éstas fueran un mensaje en una botella perdida durante décadas, bailando en el vaivén de recuerdos desvanecidos.

El océano le devolvió la vida, que arribó en bocanadas de lucidez. La losa que durante décadas cargó a sus espaldas, ese remordimiento que le oxidó el alma, desapareció. Únicamente le asaltó una duda mientras recorría la vereda que lo llevaba a su barrancón. ¿Por qué Pedro huyó? ¿Por qué me dejó cargar con esa culpa?

Pedro, frente a otro mar, se hacía las mismas preguntas, que revoloteaban a su alrededor desde aquel momento en que obedeció a su amigo y comenzó a correr, y a correr, y a correr… Sin mirar atrás. Sin despedirse de quien fue su único amigo…

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