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del

Rafael Robles de Benito
Foto: Flickr Funbapa
La Jornada Maya

Jueves 18 de agosto, 2016

El agua del mar en la zona de bajos, ubicada a lo largo del litoral yucateco, entre las Bocas de Dzilam y el paraje conocido como Mina de Oro, era hace unos años de una transparencia asombrosa. Un paseo a nado por esas áreas, con un simple visor y esnorquel, resultaba una experiencia deliciosa, aún sin pescar, simplemente con admirar las múltiples formas de vida que ahí se desarrollaban, entre rayas, picudas, peces diversos, caballitos de mar, erizos, estrellas, caracoles y un largo etcétera, que pululaba entre las algas y pastos marinos. Eso ya no es así.

Al intentar explicarme los cambios acontecidos, mi primera hipótesis –francamente ingenua– resultaba más bien una suerte de prejuicio, alimentado por el rechazo que genera el desorden y voracidad con que se ha emprendido la captura de pepino de mar en Yucatán: pensaba que quizá esos cambios, especialmente la turbidez del agua, se debían al abatimiento de las poblaciones de esas “aspiradoras del lecho marino”. Nada más lejos de la realidad. Ahora sé, gracias a los trabajos que realiza el Instituto de Ingeniería de la UNAM, que la razón de ser de la pérdida de transparencia del agua en esa zona del litoral se debe a otra cosa.

Al sur de las reservas costeras del estado, pasadas las zonas inundables de ciénegas, sabanas y selvas bajas, se desarrolla desde hace décadas una actividad pecuaria que aún tiene que demostrar su rentabilidad, aunque ya desde hace tiempo hace evidente su carencia de sustentabilidad: de continuar por la vía que ahora lleva, o desaparecerá por económicamente inviable, u ocasionará severos impactos ambientales a su alrededor, que terminarán por convertirla en ambientalmente insustentable.

Entre los impactos ambientales que ya genera, se encuentran los que explican la turbidez de las aguas someras del litoral de Dzilam de Bravo: todo el límite sur de la Reserva Estatal Bocas de Dzilam está ocupado por ranchos ganaderos. Cual más, cual menos, han sustituido la vegetación originaria (selvas bajas caducifolias, principalmente) por pastizales inducidos. Algunos cuentan con riego: otros, no; pero todos aplican agroquímicos diversos, particularmente herbicidas y fertilizantes. Además sus reses, que frecuentemente pastan libres por los potreros, dejan sus excretas indiscriminadamente sobre el terreno, sin manejo alguno. Luego, llueve.

La lluvia, sin más cobertura vegetal que los pastos, arrastra suelo, agroquímicos y excretas, indistintamente, hacia los mantos freáticos y los humedales costeros. El agua contaminada, fruto de este proceso, fluye hacia la ría, y después, al mar. Así, los efectos de la actividad ganadera acaban deteriorando el ambiente marino: las vacas llegan al mar. Aunque el panorama no es halagüeño, no puedo tener una sonrisa nostálgica e infantil, al acordarme del cuentito del tipo que, ensuciado por un pájaro que pasó volando, se preguntaba: “¿Y si las vacas volaran?”.

Mérida, Yucatán
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