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Por Pablo A. Cicero Alonzo
Ilustración: Ernesto Medina
La Jornada Maya

Sábado 13 de agosto, 2016

Todo lo que se describe en este relato sucedió en realidad. Los nombres son los verdaderos, pero se omiten los apellidos, ya que a pesar de que lo que se narra sucedió hace décadas, las heridas aún están abiertas. Se utiliza un estilo bastardo, con genes del periodismo y de la literatura. Esta es la cuarta entrega de una serie que se enviará, hasta su conclusión, cada dos viernes, en este mismo reporte 6PM.

[b]La prisión que se erigía al anochecer[/b]

El viacrucis de un hombre sencillo; cuatro décadas de un sueño confuso, de transitar en un agitado duermevela que difícilmente se podría definir como vida. El trabajo era agotador. De sol a sol, literal. Arreado por gritos y por golpes, como un animal. Él y cientos de presos más, que en las noches se hacinaban semidesnudos en galerones donde la brisa se negaba a visitar.

Afuera sólo se escuchaba el murmullo de un mar que hacía las veces de barrotes; de límite de un horizonte en donde, decían, al final había algo que se llamaba felicidad, desterrada de esas islas de condenados que sin quererlo conspiraban —roncando— en las noches con escapes masivos. El de él era recurrente. Todas las noches de esos cuarenta años de purgatorio soñó con ella. Siempre con ella. La mayoría de las veces, eran pesadillas; moría de nuevo entre sus brazos.

Gemidos, gritos, arañazos… La sangre de sus sueños era tan real que incluso la olía, acre, ácida; le salpicaba en el rostro, en las manos. Sus alaridos le taladraban los oídos, ensordecían el zumbido de las nubes de moscos que al caer el sol dejaba anémicos a los encarcelados. Sabía que era un sueño, siempre, incluso en lo más profundo de ese tránsito irreal. Sin embargo, por más que quería, no podía salir de ese negro, líquido abismo y despertarse, regresar a las islas a la que había recalado cuando un juzgado determinó que, efectivamente, todo lo que rondaba en su mente había sucedido. Ese era un calvario nocturno consuetudinario…

El destino, sin embargo, le daba respiros, y de vez en cuando navegaba en otros sueños, muchos más dulces. En éstos, él la tomaba de la mano; dulces, cálidas, blanquísimas. Sus dedos bailaban una sensual melodía, que tal vez era orquestada por la batuta de las olas que envolvían la tragedia diaria. El reiterado beso del agua con la arena se transformaba en un suave vals, que de las manos contagiaba al resto del cuerpo. Y entonces sentía que la abrazaba, estrechándola hasta que se fundían en uno solo. Veía su rostro, enmarcado en un cabello rubio que abarcaba su completa consciencia; se arropaba entre sus rizos, tan suaves que parecían estar juntos, ser sólo uno: radiante, sedoso, en el que se perdía, feliz, gran parte de esos sueños.

Esas noches se convirtieron en su tabla de salvación. En ellas se adhería a los naufragios de sus pesadillas. La mató una y otra vez; mil veces. Y la amó sólo unas cuantas. Y el saldo, consideraba, era favorable para él. Podría descender cada noche a los infiernos sólo por tener la certeza de que al menos una vez soñaría de nuevo con ella, que la besaría en la más negra de la noche, después del más triste y solitario de los días. Y por instantes, era feliz. Le arrebataron todos los días y la mayoría de las noches; unas, no, se las regalaron como aquellos centenarios que brillaban al fondo de una caverna.

Todas las noches soñaba con ella. Y, en algunas, también con él. No visualizaba su rostro, era una sombra pesada, con huesos, que cada vez que aparecía lo agobiaba, le cortaba la respiración. Temblaba, febril, cuando deambulaba por sus sueños, haciendo de nuevo el trágico tercio que definió su vida desde aquella noche en la que el filo del cuchillo fue real y la destajó por primera vez. Aquella vez en la que perdió el conocimiento y despertó desnudo junto a ella, los dos bañados de sangre; ella incompleta, cercenada, y él hecho un guiñapo, idiotizado para siempre; condenado de antemano por ese destino incomprensible que fantaseó jodiéndole la vida. A él, que lo tenía todo. A él, que la tenía a ella.

En cualquiera de estos escenarios nocturnos, Polo despertaba al alba, arrebatado de su mundo por el toque de trompeta y las patadas de los peones. Agradecía la llegada del día y, resignado, se preparaba para esa jornada dantesca entre las dunas de sal. Le tenía miedo a la noche, que lo arrojaba a la incertidumbre de un nuevo asesinato, el mismo siempre. Le tenía miedo, principalmente, a él. A ese hombre cuyo pecado él expió en las Islas Marías. A ese hombre que había asesinado a la única mujer que realmente amó.


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