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Manuel Alejandro Escoffié
Foto: cortesía del autor
La Jornada Maya

Viernes 12 de agosto, 2016

Nunca he tolerado el sentir que una película esté insultando a mí inteligencia. A cualquiera que me haya conocido en mi periodo activo como crítico de cine no le sorprenderá saber que dicho disgusto suele darse con una cierta regularidad. Pero, por increíble que parezca, lo peor ni siquiera es eso. Lo más insultante es la clase de respuestas que recibo por parte de mis pares ante tal indignación. Aunque dudo que “respuestas” sea el termino correcto. Más preciso sería llamarlas excusas. Racionalizaciones. Justificaciones condescendientes disfrazadas de argumentos. Frases como: “Es una película de niños. ¿Qué esperabas?” “Es de acción. Disfruta los madrazos y no te quejes”. “¿Por qué la cuestionas tanto si sabes que es una comedia?” O la gran consagración que nunca falla en hacer acto de presencia en tiempos recientes: “No seas tan duro. ¿Qué no ves que está basada en un comic?”.

Pocas personas son tan conscientes como un servidor de que, para bien o para mal, el principal motivo por el que la mayoría de la gente acude a las salas de cine es la búsqueda de mero entretenimiento. De hecho, es más comprensible de lo que podría suponerse. Cuando el cinematógrafo vio la luz por primera vez a fines del Siglo XIX, ¿en donde fueron llevadas a cabo sus primeras exhibiciones sino en espacios como ferias, circos, cantinas y burdeles; recintos que, si por algo se distinguían, era por ubicarse en las antípodas de la sofisticación y “buen gusto” propias del concepto burgués alrededor de las (mal) llamadas bellas artes (pintura, ópera, literatura, etc.)? No obstante, si la misma historia del cine nos ha demostrado algo, es la capacidad del medio para trascender su inicial modalidad popular. Y si no trascenderla, al menos satisfacer la función de la misma con un mínimo de esfuerzo, imaginación y visión. Cualquier espectador casual o “promedio” pensará que estoy exigiendo mucho. Y en cierto sentido, no estaría equivocado. De hecho, ahí reside justamente el punto. Exijo algo que se encuentra más allá de lo promedio. Algo que la mayoría no se encuentra acostumbrada a recibir en dosis justas cuando va al cine. Algo que, por lo mismo, hemos perdido la capacidad de reconocer; incluso cuando lo tenemos enfrente. Algo que debería ser tan indispensable en la experiencia cinematográfica como para poder dar tranquilamente por hecho su inclusión dentro de ella.

¿Qué es, entonces, lo que exijo? Desde luego que no la abolición formal y absoluta de la producción cinematográfica como entretenimiento o negocio. Exijo lo que, a buena falta de un término menos pretencioso, defino como entretenimiento legitimo. Legitimo no de acuerdo a las pretensiones artísticas e intelectuales que pudiese o no llegar a tener, sino a permitirme comprobar, aunque sea en forma inicialmente empírica, que quien esté detrás de la manufactura de la película en verdad invirtió a conciencia su tiempo y energía tanto en satisfacer mis expectativas y las de los creadores como en satisfacer otras que no sabía que podía llegar a tener. Legitimo en llevarme por caminos conocidos, y a la vez invitarme a explorar muchos otros. Complacerme y motivarme. Otorgarme las herramientas para establecer un vinculo emocional con lo que ocurre en pantalla; no cimentado solamente en un montaje trepidante, música estruendosamente gratuita y muchas imágenes sin pies ni cabeza, sino en el honesto desarrollo de su argumento, personajes y puesta en escena. En la justa dignificación de los valores narrativos y estéticos, cada vez más olvidados, que permitieron en su momento elevar de su fango evolutivo a meras figuras moviéndose sobre una superficie plana hasta el nivel de una disciplina digna de ser llamada “el séptimo arte”. Todo lo anterior sin necesariamente constituir una amenaza para los intereses de productores, distribuidores y exhibidores.

Cómo lograr esta meta es una cuestión demasiado complicada para discutir en lo que resta de este espacio. Pero de algo estoy seguro: si por alguna parte hemos de comenzar el proceso, comencemos deshaciéndonos de toda esta actitud pasiva, mediocre, cobarde y políticamente correcta a la que nos han y nos hemos acostumbrado a tolerar alrededor de nuestra dieta cinematográfica y lo que tenemos derecho a esperar de quienes nos la facilitan. Asumir que no podemos exigir nada mejor implica menospreciar la esperanza de la clase diferente de cine que podemos tener. Y lo que es peor, menospreciar la esperanza de la clase diferente de espectadores en la que podemos llegar a convertirnos.


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