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Por Pablo A. Cicero Alonzo
Ilustración: Ernesto Medina
La Jornada Maya

Jueves 4 de agosto, 2016

Quinta Parte

Treinta millones en oro

Polo escuchó la condena con resignación. Era el colofón de una serie de desgracias que había comenzado esa madrugada macabra, en la que despertó junto a un cadáver. El mundo no se le vino encima; hacía tiempo que él ya deambulaba por la vida como un muerto, como la rubia a la que ahora el juez decía que él había asesinado. Sólo él. A sangre fría, obnubilado por el alcohol y las drogas.

El dinero de su papá le había comprado ciertas comodidades; ya no lo golpeaban y la comida era un poco mejor. Tenía ropa cómoda y decente. Esta situación cambió cuando lo trasladaron a las Islas Marías. El viaje comenzó al alba, como su tragedia, y duró casi dos días. En un camión militar lo subieron, junto con una docena de presos más. Nadie habló en ese trayecto al corazón del infierno.

Al llegar a San Blas, los bajaron del vehículo, encadenados de manos y de pies; caminaban con dificultad, arrastrando cada paso, haciendo tintinear los gastados adoquines del puerto. Todos esos desgraciados alzaron la vista al mismo tiempo, y miraron para atrás, echándole un último vistazo a tierra firme, a su vida pasada. Dos o tres lloraron desconsoladamente. Polo no. Su mirada estaba perdida, y su mente en blanco. Le habían arrebatado no sólo la libertad, sino también la voluntad de seguir viviendo.

La vida en las islas era dura; los presos vivían en barracones, construidos para veinte personas pero que hacinaban a unas cien cada uno. Todos dormían en el piso, áspero de arena y de sal. Al despertar, los guardias les pasaban lista, y los conducían a los campos de trabajo. Por lo general, estos eran salinas, en donde emulaban a Sísifo, sudando sin producir. Una y otra vez; montañas de sal que desaparecían por la lluvia o el viento.

Polo se adaptó a su nueva condición. Ahí, la única manera de vivir era sobreviviendo. Y lo comprendió muy rápido. Todas las semanas, durante las cuatro décadas que estuvo encerrado por las aguas del Pacífico, recibía cartas. Primero de su madre, y, cuando ésta falleció, de su hermana Elda. Leía con desgano las noticias de la familia que había dejado atrás, y que poco a poco fue convirtiéndose en algo irreal. Tan irreal como los catorce hijos que tuvo en total Elda, entre ellos Víctor, quien lo iría a buscar del infierno para traerlo de nuevo a la vida.

A los seis meses de purgar la pena, comenzó a recibir junto con las cartas paquetes en donde se escondían centenarios —dos, tres, cuatro—. Todas las semanas. Eran como cajas de zapatos, en cuyo interior había periódicos y revistas. Las monedas se encontraban en los dobleces, escondidas. Al principio, pensó que éstos paquetes se los enviaba su papá, con el objetivo de que pudiera comprar con oro un poco de libertad. Al tiempo supo que las monedas no se las mandaba él, ni nadie de su familia. Jenaro ya había gastado toda su fortuna intentando comprar el veredicto y ocultando los titulares de la prensa que, decía con ceguera, manchaban el nombre de su hijo.

A los dos meses de recibir esos misteriosos paquetes, que invariablemente omitían remitente, ya no sabía qué hacer con las monedas de oro. Sabía que si sus compañeros se percataban de su presencia, incluso su vida correría peligro. Lo matarían. O lo obligarían a pedir más. Y él no sabía —y nunca supo con certeza— quién se las mandaba. Así que decidió esconderlas. Cada dos o tres días, los reclusos podían disponer de dos horas libres. La mayoría aprovechaba ese tiempo para fermentar lo que sea y emborracharse. Él comenzó una singular rutina, que consistía en caminar por la solitaria costa este y esconder en una especie de cueva su tesoro. Al cumplir su sentencia, Polo calculó que había juntado unos mil centenarios; unos treinta millones de pesos, según su cotización actual. Alguien le compró su vida, sus sueños, por mil monedas, que el sentenciado asesino dejó en una playa de la isla en la que vivió cuarenta años.

Polo escondía las monedas y el resto del tiempo libre soñaba despierto, sentado sobre la arena. Con el sonido de las olas se transportaba al pasado, a esa vida que ya no era y que nunca sería. Recordaba sus sueños, sus ilusiones; sus planes de trabajar en un despacho, de casarse, de tener hijos. Lo hacía sin nostalgia alguna; tampoco con morbo. Era como un ejercicio imaginativo, de ficción. Escribía en la arena la novela de la vida que pudo haber tenido y que murió junto con la rubia destripada.

En las islas, tenía pocos amigos. Ahí, la amistad no representaba mucho, ya que todo se reducía a la animalidad. Las relaciones eran por conveniencia, un intercambio sencillo de favores, que podrían ser materiales o incluso sexuales. Los guardias cumplían con bestialidad su encomienda. No había en ellos una enfermiza propensión a hacer daño, pero tampoco un atisbo de misericordia.

Representaban el poder más básico, a los depredadores de esa comunidad de menesterosos, paupérrimos de dignidad.

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