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Pablo A. Cicero Alonzo
Foto: Rodrigo Díaz Guzmán
La Jornada Maya

Lunes 1º de agosto, 2016

Cuando Abelardo Martínez se despertó una mañana, después de un sueño intranquilo, en su mente se imaginó convertido en un monstruoso insecto. El despertador sonó, como siempre, pero, a diferencia de otros días, no lo reprogramó, para dormir cinco minutos más. No, simplemente lo desconectó.

Sabía que tenía una junta muy importante en su trabajo, que sus padres lo esperaban a la hora de la comida. Estaba al tanto de que, precisamente ese día, muchos esperaban algo de él. Pero no le importó. Se sentía mal. Cerró las ventanas, impidiendo el paso a una suave luz que anunciaba un día soleado; maravilloso en cualquier otra circunstancia.

Y se acostó de nuevo, moviéndose de forma burda, como si llevara un caparazón. Mientras el sueño llegaba de nuevo, comenzó a llorar; aunque no podía etiquetar sus sentimientos, estaba inmensamente triste, sin ganas de hacer nada. Nada. Horas después, el teléfono sonó varias veces, con insistencia. Al tercer, cuarto timbrazo, también desconectó el aparato. No tenía hambre, no tenía sed; sólo quería dormir, desconectarse; no pensar nada, no planear nada.

Abelardo era un joven normal; incluso, se podría considerar un profesional de éxito. En esos días, no tenía pareja, pero era algo que él había decidido. Quería enfocarse al trabajo, quería disfrutar su soltería.

Tenía una familia atenta y amorosa. Sus padres continuaban juntos, después de décadas de matrimonio, y siempre lo habían apoyado. Sus hermanas —una mayor y una menor— lo adoraban.

Y, sin embargo, ese día se sentía el ser humano más desdichado del mundo; se sentía un insecto, una alimaña. Esa tristeza, incluso, le dolía físicamente. Los dedos, el vientre, los ojos —la cuenca de los ojos—, las articulaciones… Tenía la boca seca y una migraña insoportable. Se sentía viscoso. “¿Qué me ha ocurrido?”, pensó.

Tal vez lo que sentía se llevaba incubado en su interior desde hacía años. Recordaba, entre brumas, la sensación física de la aprehensión, de la incertidumbre: unas especies de brazos, ciegos y húmedos; oscuros, se enredaban y desenredaban en su interior, entre una sustancia aceitosa. Así, precisamente así se sentía la intranquilidad. Pero eso lo descubrió mucho después, cuando supo traducir lo que le sucedía.

Abelardo siguió en la cama, todo el día y toda la tarde. Antes de que el sol se pusiera de nuevo, fue al baño y orinó. No se lavó los dientes. “¿Para qué, si ni he comido?”. No se enjuagó ni siquiera las manos.

Cuando Abelardo Martínez se despertó al día siguiente, tampoco quiso levantarse de la cama. Ni el día que siguió. Ni el que siguió. Ni el que siguió. Ni el que siguió… Mantuvo esa derrotada rutina durante varios días. Al décimo, falleció. Descubrieron el cadáver. Los servicios de emergencia acudieron a su casa a instancias de los padres de Abelardo, preocupados por su repentino silencio. El cuerpo del joven lucía seco, sin una gota de líquido. Durante su reclusión, no ingirió agua, y lloró mucho, muchísimo.

Algo similar ocurrió con Jorge, Brenda y Octavio. También con Jacinto, Rosa y Margarita. Hombres y mujeres, por lo general rozando en la treintena, que un día decidieron encerrarse en sus casas, y no salir. Todos, sin excepción, murieron a los diez días, velados por la soledad en una atmósfera de depresión. Lo mismo le sucedió a Pedro, a Roberto, a Claudia, a Miguel, a Raúl, a Berenice, a Juan Pablo, a Jorge, a Beatriz, a Mercedes… Y se declaró la alerta.

Los casos se registraban en cualquier población con más de mil habitantes. Y las autoridades sanitarias no hallaban la causa de por qué los jóvenes habían optado por la muerte. No se trataba de un virus, como el ébola o la gripe porcina. No, simplemente la tristeza los embargaba —sin causa aparente— y se encerraban hasta morir. Los hombres y mujeres mayores a los treinta, así como los niños y adolescentes, parecían inmunes.

Ellos, precisamente, fueron los artífices de que las muertes pararan. A la primera señal de alerta, a la primera muestra de esa depresión, avisaban a las autoridades, que con distintos medios intentaban sacar al joven del entorno oscuro. Muchos lograron vivir —sobrevivir—, pero se mostraban apáticos, distantes, en el extrarradio de una sociedad que no sentían propia. Ya no sonreían, desencantados, y realizaban todas sus actividades en una mecánica rutina. Todos ellos, sin embargo, continuaron sintiendo en su interior cómo unas especies de brazos, ciegos y húmedos; oscuros, se enredaban y desenredaban, entre una sustancia aceitosa.

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Intoxicados con fantasías apocalípticas, con producciones holliwoodescas de extraños virus que anuncian el fin del mundo, de zombis y de cegueras repentinas, las líneas anteriores de seguro no te son ajenas. Sin embargo, poco nos percatamos de que algo parecido podría estar sucediendo. La Jornada Maya alertó, el viernes pasado, de cinco suicidios en sólo veinticuatro horas; en un día, en solamente un día. El trasiego de la muerte comenzó el viernes, cuando una mujer de 20 años, quien se ahorcó del hamaquero de su predio, ubicado en Lindavista, en Mérida. Después, un varón de 22 años, en estado de ebriedad, se ahorcó del árbol plantado en el patio de su casa, en Akil. Le siguió en este macabro desfile otro hombre, éste de 44 años, quien igual se colgó del árbol de naranja de su casa, en el fraccionamiento Juan Pablo II. Otro varón, de 33 años de edad, también se ahorcó en su casa, ubicada en la colonia Plan de Ayala, influenciado por el alcohol. El jueves, en la mañana, se descubrió el cuerpo de un joven de 28 años; se ahorcó del hamaquero, en San Antonio Kaua.

Mérida, Yucatán
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