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Pablo A. Cicero Alonzo
Foto: Tomada de la web
La Jornada Maya

Viernes 29 de julio, 2016

Su discurso fue más corto de lo habitual. Y menos intenso. No se sentía mal, pero algo le molestaba. Un cosquilleo en la oreja —dentro de la oreja— le impedía concentrarse. Ante él veía a cientos de personas, que lo arropaban con la mirada, que aplaudían cada uno de sus gestos, que asentían, que gritaban, que coreaban su nombre; que se tomaban selfies. Nadie se percató que algo no estaba bien.

Cuando terminó, se dirigió de nuevo a la silla en la que estaba antes. Ahí, quienes lo acompañaban en la mesa principal, se levantaron, como con resortes, para felicitarlo. Él apretó manos e hizo amagos de abrazos. Sentía las palmas —sus palmas— en exceso húmedas y que él apestaba a sudor. Ya sentado, y mientras otro orador le agradecía en público su presencia, con discreción se llevó una mano a la oreja. Hizo como si, con el dorso, aplacara el rebelde remolino que siempre se agitaba en sus arengas. Sin embargo, el peinado era lo de menos.

El cosquilleo era ya insoportable; no sólo se sentía adentro. Además, un líquido —no agua; mucho más viscoso— comenzaba a fluir, y se deslizaba por su mejilla. Con sus dedos agarró lo que le estaba molestando, algo como un pequeño arroz, suave. Bajó la mano con discreción y la dejó a un costado. Intentó prestar atención, escuchar las palabras de quien ahora hablaba, pero su mente estaba entre el pulgar y el índice.

Levantó la mano a la altura de sus ojos y vio lo que tenía: una larva. Era blanca, tirando a amarilla, con dos ojitos negros, pequeños, y se movía frenéticamente. Con repulsión, la tiró al suelo y la pisó. Estuvo machacando el insecto durante varios segundos, con un movimiento mecánico. Continuó en su papel y, cuando concluyó el orador, él igual se levantó para felicitarlo. Le dio la mano —la misma, húmeda, casi goteando, con la que se había sacado la larva— y lo abrazó efusivamente. “Gracias, hermano, por tus palabras”, susurró.

El evento —el mitin, el retiro espiritual, la junta de consejo… — duró media hora más. Con señas, pidió que le dieran un pañuelo, que se pasó varias veces por el cuello. Vio entonces que la tela se manchaba. No pudo más; se excusó y pidió que lo llevaran a sus oficinas. Estaba lívido, tenía ganas de vomitar y el cosquilleo continuaba. Sin embargo, nadie se dio cuenta. Nadie. Sólo yo, y sólo tú, ahora. Antes de llegar a la suburban, tuvo que saludar a muchas de personas. A algunas, las conocía; a otras, no. Pero veía sus sonrisas y sus gestos de afecto; muchos, sólo se conformaban con una mirada de él, con rozar su guayabera, con tocar su sotana, con sacudir su mano… Intentó, como siempre, en sonreír y en demostrar cercanía. Y tuvo éxito.

Cuando logró traspasar ese mar de gente, se subió aliviado al vehículo. Adentro, ya estaba funcionando el aire acondicionado; ordenó que arrancaran. Cerró los ojos en el trayecto. Intentó no pensar. Trató de poner su mente en blanco, en cero. Pero no pudo. Tampoco pudo rezar; ya no tenía práctica. El cosquilleo, esa larva asquerosa, el pañuelo manchado con un líquido café, “como mierda”, no era la primera vez que le pasaba. Todo comenzó cuando se lo creyó.

Solía tener principios. Solía saber dónde terminaba el bien y dónde comenzaba el mal. Solía ser un hombre íntegro. Y como tal, trabajaba. Como muchos otros de su generación, desde niño tuvo claro lo que quería. Y, desde entonces, todos sus esfuerzos giraron en torno a ese objetivo. Realmente creía que podía lograr un cambio para bien en las personas que lo rodeaban. Estaba convencido que algo —llámese azar, llámese providencia— lo había destinado a hacer el bien. Realmente quería dejar una huella positiva. Se consideraba un líder, alguien a quien valía la pena hacer caso, seguir. Hasta que comenzaron los cosquilleos en la oreja.

Se bajó de la suburban, y recorrió con rapidez el atrio. Subió las escaleras y se dirigió a sus oficinas, en el anexo parroquial. Se sorprendió al ver a su capellán. No sabía cómo lo había logrado —de nuevo— pero había llegado antes que él. Lo saludó y entró; fue directo al baño. Ahí, ante un gran espejo, volteó el rostro, en un vano intento para ver su oído. Aunque sentía que el líquido seguía saliendo de ahí, no vio nada. Sin embargo, el papel seguía manchándose. Su sotana estaba empapada. Y efectivamente, su sudor apestaba. Pero no con ese olor agrio, de queso que le perseguía desde la adolescencia, en el seminario. No. Hedía. A muerto.

Se la quitó y se refrescó. Pidió que le trajeran una camisa —“sí, esa con el alzacuellos que me traje de Roma…”—. La sotana, la que olía a diablos, a azufre, la tiró a la basura. Y así, con el dorso desnudo, se vio de nuevo en el espejo. Ya no era el de antes. No. Había ganado kilos, muchos. Tenía tetitas de una preadolescente, con largos, rizados pelos coronando los pezones negros. Innumerables estrías surcaban su cuerpo, lo que lo hacía parecerse un triste tigre; un trabalenguas de grasa.

Antes de salir, metió la panza. Afuera, su capellán lo esperaba con una prenda recién planchada. Él le dio las gracias, esperando un gesto de asco, una señal de que veía lo mismo que él. Pero no. Se la puso, y le pidió que le dijera qué seguía, a qué hora tenía misa, y si había alguna cita. El capellán sacó de su bolsillo una lista y empezó a recitar nombres y asuntos. Él asentía, pero no escuchaba. Sólo veía cómo su escudero movía los labios, ensimismado en el papel que tenían frente a sus ojos. “Cancela todo”, le ordenó. “Llama al otro padre. Hoy no estoy de humor. Ni para dios ni para los hombres”. Y con un ademán le pidió que se retirara.

No fue una descomposición rápida. A la larva que había aplastado esa mañana le siguieron otras. Al principio, una cada dos, tres días. Primero, sólo salían de un oído, después de los dos y de la nariz. Incluso, vio una asomándose por un lagrimal. Las larvas se transformaron en moscas. Las sentía zumbar en su interior. Sus apariciones públicas fueron cada vez más esporádicas.

La peste no sólo seguía impregnándose en sus narices; aumentaba. Se tenía que cambiar cinco, seis veces por día. Sus manos sudaban y se comenzaron a llenar de vejigas, pequeñísimas ampollas con una sustancia verduzca en su interior. Se le cayeron varios dientes, y su lengua se fue tornando blanca, como cubierta por una nieve pastosa.

Sin embargo, y lo que más le llamaba más la atención, fue que incluso cuando él vomitaba ante el asco de verse y olerse, la gente le seguía sonriendo; buscando su mirada o su mano para estrecharla. Las mujeres, incluso, se mostraban más descaradas que antes. Hacían el amor con él con la misma o mayor intensidad que antes. Y no sólo parecía, lo gozaban. Gemían y gritaban al sentir que él tenía un orgasmo.

Esa indiferencia general hacia su carne putrefacta lo convenció de no ir al médico. Mantuvo, en la medida que podía, su agenda normal. Trabajaba al garete, como zombi, que al fin y al cabo, era en lo que se estaba convirtiendo. Todas las mañanas veía —cuando se le cayeron los párpados se le hizo imposible leer— la prensa. Y se veía en ella. Como se recordaba. Como era antes de que creyera que tenía un cosquilleo en la oreja.

Un día, en una reunión de su consejo de administración, vio algo raro en su café. Tomó una cuchara y removió la taza. Del fondo emergió un pedazo de carne. Era parte de su lengua. Mientras sus empleados proyectaban las excelentes cifras de crecimiento de su empresa, él se deshacía; como un gelatinoso trozo sobre pavimento. Se hablaba de planes de expansión, de la necesidad de recortar —aún más— al personan, de crear diversas empresas para pagar menos impuestos.

Harto, les dijo a todos sus directores y asesores externos —“lamebotas todos”, maldijo en silencio— que la junta se terminaba y llamó a su secretaria. Le pidió —balbuceando— que cerrara la puerta y le preguntó si no veía cómo se estaba pudriendo en vida. “No, señor”, le respondió ella, con tono rugoso. No lo dijo, pero bien pudo añadir: “Al contrario. Es usted la imagen misma del poder”.

Mérida, Yucatán
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