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Carlos Luis Escoffié Duarte
Foto: Rodrigo Díaz Guzmán
La Jornada Maya

Lunes 18 de julio, 2016

La homofobia puede curarse. Doy testimonio de eso. Hace años yo era homofóbico. Y no, jamás agredí o le desee daño a ningún homosexual. Nunca me dio repulsión ver a una pareja homosexual o me sentía incómodo ante la presencia de uno. Decía que estaba en contra de la homosexualidad, no de los homosexuales. Estaba convencido que era sólo una desviación que debía ser atendida y que no debía rechazárseles sino extenderles la mano. Que detrás había “intereses” que amenazaban los valores. Yo tenía una buena intención. Sólo que mal dirigida y homofóbica.

Digo que era homofóbico porque tenía miedo de que las cosas cambiaran y que desapareciese aquello que se me había dicho era indispensable para salvaguardar el núcleo familiar y el tejido de una sociedad. Mi posición era de defensa porque asumía que los que estaban a favor del matrimonio homosexual poseían ideas peligrosas. Y era por ese miedo que me resistía a reconocer el calvario que aún atraviesan las personas homosexuales con las que en ese entonces debatía el tema. Reducía a un vil “capricho” o “moda” el tortuoso proceso de reconocer una orientación o identidad sexual, de aceptarla públicamente y ser discriminado al enamorarse. Me era fácil hacerlo, porque nunca ha habido un debate público en el que una mayoría se ha opuesto al ejercicio de mis derechos. Mi miedo me impedía verme en el otro.

Pero además era homofóbico porque, cuando se me llamaba de ese modo, creía que se me estaba violando mi libertad de expresión, en lugar de comprender cómo funciona ésta: siendo consciente de que mi opinión puede ser tan incómoda para otros como muchas me son incómodas. ¿Acaso calificar a personas de “anormales”, “enfermos”, “inmorales”, “degenerados” y a sus propuestas de “diabólicas” y de “peligro para la familia y los valores” no era verdaderamente ofensivo? ¿Qué esperaba? ¿Usar esos adjetivos sin recibir réplicas? ¿No era lógico que alguien me contestase con la misma pasión, causa y compromiso? ¿Eso violaba la libertad de expresión que tanto ejercía? Pero lo más importante: ¿acaso no tenían razón al decir que era homofóbico? ¿Acaso no tenía miedo –consciente o inconscientemente- de abandonar un esquema que daba por cierto?

Era homofóbico. No porque negara la dignidad de una persona, sino porque la dañaba sin darme cuenta. Porque creía que insistir en que la homosexualidad era subnormal era la mejor forma de hacer que la gente se diera cuenta y pidiera ayuda. Pero mi intención se quedó ahí y causé más daño. Porque no me interesaba realmente escuchar al otro, porque me era incómodo, porque yo ya tenía la respuesta que quería y debía escalar cuantos argumentos encontrase para decir que no, que no era homofóbico y que debían defenderse las ideas que ni siquiera me había dado la oportunidad de cuestionar.

A varios años de haber realizado mi mudanza de trinchera, escribo estas líneas para mi actual contraparte: el que se opone al matrimonio homosexual. Quiero hacerle saber que una buena intención puede estar mal dirigida y causar daño. Pero, sobre todo, hacerle saber que la homofobia tiene cura. Basta con plantearse la posibilidad de estar equivocado. Con aceptar las debilidades de los argumentos de uno y las fortalezas de los contrarios. Con escuchar lo que la comunidad LGBTI tiene que decir. Con reconocer los efectos negativos en la calidad de vida de las personas que se generan por negar el matrimonio homosexual. Basta con empezar a buscarse en el otro. Y lo digo por experiencia. Yo era homofóbico.

Twitter: @kalycho
Mérida, Yucatán


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