de

del

Pablo A. Cicero Alonzo
Ilustración: Ernesto Medina
La Jornada Maya

Segunda Parte

Había dormido poco y mal. En el duermevela, Víctor no podía dejar de pensar en su tío Polo. En especial, lo asaltaba una imagen, recurrente, despiadada. Su padre le había contado parte de la historia, entre susurros, aún con vergüenza.

Le relató cuando, en la madrugada, llegaron corriendo a su casa, para informar, entre gritos, que policías y soldados habían detenido a Polo. Lo primero que hizo el padre de Víctor fue dirigirse a casa de sus suegros. Su esposa, Elda, se quedó en casa, cuidando a sus dos hijos. Entre ellos, a quien esta noche lo asaltaban esos recuerdos.
Aún no había clareado, relataba el padre, y había ya llegado mucha gente, que se arremolinaba en la sala. “Apenas me vio tu abuelo Jenaro fue directo a abrazarme; a preguntarme, entre sollozos que qué haríamos”. Víctor recuerda a su abuelo Jenaro. Era un buen hombre, distinguido. Ahora entiende que él también purgó la pena de su hijo.

El padre y el abuelo de Víctor se dirigieron al cuartel de la policía. Las calles aún estaban desiertas. Ahí, nadie sabía el paradero de Polo. Nadie. Visitaron a todas las personas que, pensaban, podían ayudarlos. Al alcalde, al arzobispo, al cónsul de Cuba… Toda la mañana y gran parte de la tarde estuvieron inmersos en ese viacrucis.

Jenaro y su yerno estaban agotados, y aún no sabían nada de Polo. Fue entonces cuando el secretario del gobernador les habló por teléfono. Era ya de noche. “A Polo lo tienen los militares”, les dijo, deslizando un secreto. “Dicen que mató a una gringa”. El mensajero fue efusivo en detalles, disfrutando la reacción que éstos causaban en Jenaro.

“Encontraron a tu hijo, desnudo, junto el cadáver de la jovencita; ambos bañados de sangre. Estaba aún drogado cuando se lo llevaron, balbuceando estupideces, llorando, pidiendo hablar contigo…”, relató. “Lo van a matar al amanecer en Las Coloradas”.

Jenaro y el padre de Víctor, aún asombrados, incrédulos por lo que acababan de escuchar, se dirigieron al puerto. Era un camino largo, peligroso. Sabían que si no se apuraban, Polo iba a morir.

Estados Unidos le acababa de declarar la guerra a Alemania, y era casi inminente que México lo hiciera también. La nacionalidad de la mujer que, decían, había asesinado Polo lo complicaba todo. Un extraño ambiente se vivía ante la cercanía del conflicto. Los militares estaban entre asustados y envalentonados, y esa mezcla de amizcle incluso se olía, se palpaba.

“¿Nos escucharán los militares?”, pensaba el padre de Víctor mientras se dirigía, en la más oscura de las noches, a Las Colaradas. “¿Corremos peligro nosotros también?”. En el camino, Jenaro no dijo palabra alguna. Su yerno sólo lo veía mover los labios, rezando y llorando. El padre de Víctor pensaba en sus hijos, y, sobre todo, en su esposa Elda. Para ella, Polo era más que un hermano. Lo había visto crecer y en muchas ocasiones también había adoptado el papel de su madre. “Estará deshecha. Deshecha”. Como lo está ahora su padre.

Llegaron una hora antes del amanecer. Tuvieron que parar en una de las chozas de la entrada del pueblo, preguntando dónde estaba el campamento de los militares. Un pescador legañoso les indicó el camino a las salinas. Mientras su abuelo y su cuñado se dirigían ahí, Polo era bajado a golpes de un pequeño camión. Lo habían torturado toda la noche; su rostro era un amasijo de carne. No se le distinguían los rasgos; su nariz era como un pulgar estrellado, rojo y morado.

“Muy machito con la gringuita”, le gritó el militar que estaba al mando. “Muy machito. Ahora vas a ver lo que es ser hombrecito”. Polo no escuchaba. No podía. Tampoco era capaz de mantenerse de pie. Estaba desnudo, expuesto, y así cayó en la arena. Los soldados lo levantaron y lo sentaron en una piedra. Uno le dio agua. Otro, un cigarrillo. Se alejaron de él, esperando de que saliera el sol para matarlo.

En esa parte del litoral yucateco, el océano enmarca el amanecer y el atardecer. Es posible ver salir y ocultarse el sol. Era noviembre, y había frío. Y aquella misma noche había llegado la primera parvada de flamencos a Las Coloradas. Cuando salió el sol, las aguas de por sí rojas por las salinas brillaban por el plumaje de esas aves rosadas. Miles. Cientos de miles.

Incapaz de abarcar con una mirada. Algo sorprendente, porque no se revelaron ni en el silencio de la noche. Parecía que esperaban los primeros rayos del día para mostrar su belleza.

Entonces, todos los animales comenzaron a desesperezarce, a hacer extraños ruidos que fueron aumentando de intensidad. Si hay algo que hubiera valido la pena antes de morir, era esa costa de sal y de flamencos. Así lo pensó Polo. Y se resignó. Era tanto el alboroto de las aves que nadie se percató de la llegada de Jenaro y del padre de Víctor. El padre del joven que estaba en el paredón corrió unos cinco metros, hacia su hijo y los militares, pero se cayó. Su acompañante lo alcanzó y, en lugar de ayudarlo a ponerse de pie, siguió corriendo, hacia el militar que estaba a cargo de esa vergonzosa escuadra.

Llegó hasta él. Bajó la cabeza y se presentó. Sacó de sus bolsillos unos cinco centenarios y de los dio. Nunca le vio los ojos. El militar se metió las monedas doradas a su bolsillo y sacó su pistola. Ya no había rastro de la noche; el sol lo iluminaba todo. Disparó una, dos, tres veces. Los flamencos, los miles de flamencos que estaban en la costa alzaron el vuelo. Todos. Una noche rosa de varios minutos venció a ese día que comenzaba.

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Jueves 14 de julio, 2016


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