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Pablo A. Cicero Alonzo
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La Jornada Maya

Martes 12 de julio, 2016

La zona pirenaíca de Aragón tiene quebradas y valles. Los toros que ahí nacen y se crían salen más duro de patas, más resistentes, no abren la boca… En una hacienda de esa región nació, en abril de 2012. Pesaba poco más de media tonelada —529 kilos. Llevaba el nombre de Lorenzo, y era pinto —“cárdeno salpicado y lucero”—, según el caló de los taurinos. Sus cuernos medían unos sesenta centímetros, y con uno de ellos perforó el pulmón derecho y rompió la aorta torácica de Víctor Barrio. Este joven de veintinueve años vestía un raro traje de luces, y agitaba en el centro de una plaza una capa roja ante el bicho que le traspasó, literalmente, el corazón.

Tal y como estipula la tradición taurina —y algunos códigos mafiosos—, tras la muerte de un matador el ganadero responsable del animal que ha acabado con la vida del torero debe sacrificar al toro, a su madre y toda su casta o familia, “reata”, como es llamada en el argot. La madre de Lorenzo, la vaca Lorenza, fue sacrificada hace unos días, pero por la edad, según ha explicado José Marcuello, propietario de Los Maños, hacienda aragonesa. Pronto se le unirán sus vástagos.

Este hecho supone una gran pérdida económica para el ganadero, ya que los toros de lidia se obtienen tras una selección minuciosa. Deshacerse de toda la familia significa no poder vender los astados para ser toreados, así como el desprestigio hacia su casta, algo muy negativo en el supersticioso, básico mundo taurino.

El toro que llegó como víctima salió como verdugo, en una tradición cada vez más cuestionada. Las pasiones que despierta el toreo se hicieron patentes al darse a conocer la muerte de Barrio. Muchos, muchísimos, se alegraron con esta tragedia: “Un asesino menos”. “No me puede dar pena”. “¿Justicia divina?”. “Si todas las corridas de toros acabaran como las de Víctor Barrio, más de uno íbamos a verlas”…

Una cordillera de insultos, que define a quienes los arrojan. Yo no me alegro de la muerte de Barrio. Sin embargo, tampoco llevaré luto por él. Hay un libro exquisito, firmado por el francés Dominique Lapierre, que se llama: [i]...O llevarás luto por mí[/i]. Es un relato producto de una minuciosa investigación periodística que narra con detalle la vida de Manuel Benítez Pérez, [i]El Cordobés[/i], desde su nacimiento en 1936, hasta 1967.

El libro de Lapierre describe, además, el mundo del toreo, no sólo justificándolo sino ensalzándolo. Su lectura, incluso para los que están en contra de esta bárbara tradición, es un deleite. En estos días de odio, en los que no se duda en aplaudir la muerte de un ser humano, vale la pena conocer la vida del [i]Cordobés[/i]. Benítez Pérez puede ser, para muchos, un carnicero, un asesino serial de toros. Sin embargo, también fue un joven que no tenía nada y que, jugándose el pellejo, levantó a su familia del fango. Los seres humanos, al fin y al cabo, somos en muchos aspectos bestias violentas. En el caso del [i]Cordobés[/i], el sadismo era una de las pocas salidas que le quedaban. Pudo haber encauzado su alma kamikaze al robo o a la extorsión, pero no…

No hay gloria en matar a un animal. El ejecutar una macabra danza de muerte frente a un público ávido de sangre nada tiene de romántico. Los toreros no son héroes. Cuando más, son personajes anacrónicos temerarios, con la ventaja de estar armados. El toreo es un resabio casposo que pierde día a día seguidores. En contraste, cada vez está más enraizada la defensa de los animales. En estas jornadas de furia en las que no se duda de humanizar a un toro y en bestializar al torero, en la que la animadversión se congratula con la muerte, es necesario plantearnos varias preguntas.

A veces es necesario enterrar una tradición, aunque esta sea milenaria. Como especie, ganaremos más con la prohibición de las corridas de toros. Es un acto primitivo, que nos acerca más al pasado que impulsa al futuro. Así como se erradicaron en el país los circos con animales, así como se exilió el torneo de lazo en las comisarías meridanas. Nada perdemos y mucho ganamos. De la tragedia que se registró en la plaza de toros de Teruel puede surgir algo positivo; la sangre derramada en esa arena puede hacer que florezca un poco de humanidad. La bandera antitaurina no puede ser el insulto ni el juzgamiento sumario a quienes, cegados por un velo primitivo, encuentran en las corridas una forma de adherirse a su historia. Banderillas de ira con las que se ensañaron con el torero muerto y sus familiares. Los aplausos de los ultras a la muerte de Barrio son igual o más dañinas de lo que critican. La animalidad se refleja en impulsos básicos, como la rabia, esa que se exudó con la muerte del torero. Hay quienes sólo buscan etiquetar su odio y su resentimiento. Ellos, que quede claro, no defienden a los toros.

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[b]Mérida, Yucatán[/b]


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