de

del

Juan A. Xacur
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La Jornada Maya

Lunes 11 de julio, 2016

Uno nunca aprende que los hijos, cuando pequeños, son esponjas que absorben todo y son capaces de mostrar sus conocimientos en las ocasiones menos apropiadas. Y eso lo aprendimos mi esposa y yo a punta de rubores.

Un día transitaba en mi auto por la avenida Hidalgo, que se encontraba en reparaciones graves causa de las lluvias. Estaba pues, llena de baches. Pero cuando llueve esos agujeros se tapan y no me percaté que un charco ocultaba un profundo hoyanco. Mi hija menor venía conmigo; tendría alrededor de cuatro años, y al entrar el vehículo en un bache fue tal el golpe que ella cayó sobre el mueble delantero, lastimándose la barbilla. Llorando me preguntó: “¿quién hace así las calles?”. Conteste “el gobernador”. Ella añadió “¡es un burro!” Y ahí quedó… momentáneamente.

Semanas después vino a cenar a casa el gobernador Jesús Martínez Ross y lo presente a mis hijas. La pequeña dijo, “sí, sé quién es. Es el burro que rompe las calles.”

A lo largo de casi sesenta años de existencia se van acumulando amigos y vivencias que enriquecen la vida con sus ocurrencias. Paz Cervantes, fallecida hace poco, fue una amiga cuyas aventuras y arranques nunca dejaron de sorprenderme. Fue la Agregada Cultural de la Embajada de México en Belice, cargo que desempeñó con tino e inteligencia tal que fue querida y respetada tanto por sus jefes mexicanos como por los políticos Beliceños. Era, según ella misma decía de pensamiento socialista y estómago monárquico. Y una crítica feroz de las políticas norteamericanas. En ocasión de uno de los huracanes que tocó la ciudad de Belice, los diplomáticos mexicanos, los colombianos y los norteamericanos se refugiaron en Belmopán, en el recién estrenado y amplio edificio de la embajada de México, dividiéndose el edificio de tal suerte que a cada legación correspondió una parte, siendo que la zona de la oficina del embajador quedaron los mexicanos, doña Paz entre ellos. Y en medio del huracán sonó el teléfono. Paz respondió. Y le preguntaron “Somos de la Secretaría de Estado de los Estados Unidos. ¿Es ahí la embajada americana?” Y Paz respondió “No, ésta es la embajada de México y aquí tenemos a unos refugiados norteamericanos que son diplomáticos”.

Con orgullo Paz lo contaba y remataba con “una de cal… por tantas de arena”.

Carlos E. Castillo Peraza era continuo visitante en casa. Venía seguido desde que llegó de Suiza por ahí de 1980. Fue corresponsal, editorialista, filósofo y político de mucho colmillo. Y tanto que llegó a ser presidente nacional del Partido Acción Nacional, en un tiempo no muy lejano cuando aún había gente pensante en tal agrupación. Pues bien, era conocido su enorme colmillo, pero pocos saben que también hacía buen uso del resto de su dentadura.

En una ocasión vino a casa a pasar un fin de semana. Y a la hora de desayunar mi esposa le dijo que le iba a hacer unos huevos motuleños para que no extrañara a Yucatán. Pidió tres. A mí me habían preparado unos hot cakes; a él se le antojaron y pidió tres. Casi para terminar, vio que mi esposa estaba haciendo unas burritas de jamón y pidió unas cuantas. Además bebió jugo de naranja y se tomó un chocolate batido con pan dulce. Tras este tremendo desayuno dijo: “No se espanten. Cuando voy a una taquería pido una hora de tacos.” Y gordo no era.

Mi esposa, sin ser anarquista, es una crítica acérrima del gobierno. Ella opina con su lógica casera que no deben de haber diputados, ni tantas dependencias. En una ocasión Pedro Joaquín, gobernador del estado le preguntó: Carlotita, “¿Qué harías tú si fueras gobernadora? Y la respuesta fue rápida “Cerraría el Congreso y despediría a todos los burócratas”. Y Pedro le dijo entonces “Voy a procurar que nunca llegues porque me vas a dejar sin trabajo”.

Otra de las teorías de mi mujer es que cada vez que cambian a un funcionario es para poner a uno que resulta peor.

En una ocasión invite a casa a don Rosendo Leal, y mi esposa estaba inquieta porque supo que frente a la casa, en el Sistema Quintanarroense de Comunicación Social habían cambiado al director. Y nos recibió diciendo: “Ahí, cambiaron al vecino. No sé qué bruto han de haber puesto ahora”. Y Rosendo se presentó a sí mismo: “Soy el nuevo director”.

Mario Ernesto Villanueva Madrid era de gobernador, un tipo muy bien informado, y a veces muy amable y condescendiente. Amante del detalle. Nada escapaba a su saber. Un día llamé al director del museo, Eduardo Aguilar, y no se encontraba en su oficina. Eran alrededor de las diez de la mañana. Y dije a la secretaria: “Habla Mario Villanueva. Que se comunique conmigo”.

La secretaria de inmediato localizó a su jefe y le dijo: le busca el gobernador. Eduardo salió en su busca y fue a Palacio de Gobierno. No estaba. Fue a continuación a la Casa de Gobierno. Tampoco. Llegó hasta El Mostrenco y le dijeron que el gobernador había ido al aeropuerto. Hasta ahí llegó Eduardo en busca de su jefe a quien encontró a punto de abordar un avión, y le dijo: “¿Me buscaba señor?” Mario lo miró, caviló y le dijo: “no, no te busco” - “Es que mi secretaria me dijo que usted llamó”. El gobernador lo pensó mejor y le dijo: “seguro fue Juan Xacur”.

Y ahí viene a mi oficina el buen Eduardo muerto de risa. “Buena me la hiciste.”

Tiempo después oí a mi secretaria discutiendo con alguien por teléfono “si no me dice su nombre no lo comunico. Y dirigiéndose a mí, malhumorada, dijo “es uno de tus amigotes que dice ser Mario Villanueva”. Tomé la comunicación y escuché al gobernador “¿quien es la secretaria?.” Es doña Layda Ruz.

-¡Hija de don Raúl Ruz?

-Sí.

-Pásamela.

-Layda te habla el gobernador y es en serio.

Por un rato sólo escuché el “sí señor, sí”, y “gracias”.

Después retomé la llamada para hablar lo que había que tratar y me dijo Mario: “realmente estimé don Raúl y ya invité a Layda a tomar un café esta noche a las nueve en palacio, para que vea que sí soy el gobernador”.

Y por la tarde llegó Layda muy bien vestida y a las nueve tomo café en Palacio de Gobierno.

Un día fui citado por el secretario de gobierno Arturo Contreras Castillo. No recuerdo el asunto pero sí que al llegar fui pasado de inmediato al despacho y me ofrecieron un café con la amable advertencia de que el secretario estaba en la sala de juntas en un asunto ejidal y que no tardaría en atenderme. Efectivamente, de la salita adjunta provenían voces airadas, y por un rato silencio. Minutos después apareció el secretario acompañado del director de Asuntos Jurídicos, Juan Ignacio Hernández Ornelas. Comentaban lo bien que se había resuelto el caso. “Qué bueno que citaste ese artículo de la ley. De no ser por eso ahí seguiríamos horas y horas”, comentó Arturo; a lo que el abogado respondió: “No, si esa ley no existe, pero de que funcionó, funcionó.”

Los tres reímos, aunque nunca supe muy bien de qué se trataba el asunto.Lo único que me consta es que en esa partida hubo un as bajo la manga, y era falso.

Así se tejen las historias. La vida marcha y a veces reímos, lo cual hace de este mundo un sitio llevadero.

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Quintana Roo


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