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Pablo A. Cicero Alonzo
Foto: Rodrigo Díaz Guzmán
La Jornada Maya

Miércoles 7 de julio, 2016

Viven en ciudadelas donde la miseria no tiene cabida. Las mujeres del servicio son obligadas a portar uniforme y tienen acceso restringido: no pueden entrar a ciertas áreas, lo que es un descarado apartheid social y racial. Los niños juegan en calles adoquinadas; corren y montan bicicletas sin temor a ser atropellados. Perros de raza se pasean por jardines y parques con mozos persiguiéndolos y recogiendo sus excrementos.

Dos, tres vehículos por residencia, todos del año; brillan al sol, deslumbran. Pájaros cantan en las mañanas, mientras los habitantes de esos elysiums se desperezan. Bajan de sus cuartos, en donde durmieron a dieciocho, veinte grados, envueltos en cálidos edredones. Desayunan fruta, jugo, café y cereales. La madre despide a los hijos y al esposo, y se prepara para reunirse con sus vecinas.

La vida en technicolor, sin preocupaciones. Los niños estudian en escuelas bilingües, preparándose para duplicar o triplicar la fortuna familiar; pequeños jefes que aspiran a convertirse en máquinas de hacer dinero. Tienen que ser los mejores, ya que la competencia es dura. Acumular conocimientos, convertirse en líderes, destacar, ser los más ricos, los más guapos, los más populares.

Los jardines de esos espacios sitiados, están muy bien cuidados, limpios. El césped y los arbustos recortados, con juegos infantiles y arenales relucientes. Puedes caminar descalzo; puedes acostarte en el césped. Hay botes de basura en todos lados, y sigilosas cuadrillas de trabajadores que se encargan de que todo esté a la perfección.

Varias de esas ciudadelas tienen escuelas. La mayoría, tiendas de conveniencia. Hay otras más que se están construyendo que contarán con hospitales, centros comerciales e incluso iglesias. El mundo se podría acabar, y la vida continuar en esas plácidas burbujas de irrealidad. Incluso, en esas urbanizaciones, se siente menos calor. Hay edenes también verticales: torres que rascan los cielos y desde amplísimos ventanales se ve a una ciudad que crece, que aspira a convertirse en metrópolis.

A pocos kilómetros de esas utopías, la situación cambia drásticamente. Casitas de pocos metros cuadrados, donde vive hacinada toda la familia. Los niños no pueden salir de noche, ya que grupos de pandilleros se apoderan de las calles. Impunes, se ríen de las pocas patrullas destinadas a ese sector.

El día comienza al calentarse el techo, en muchos casos de latón; la casa se torna en horno. Los niños se van a la escuela con los estómagos vacíos, y con esa languidez en sus mochilas, intentan memorizar tablas, aprenderse abecedarios. Ambos padres trabajan todo el día. Sus hijos regresan de la escuela y tienen que esperarlos varias horas, solos, frente a la televisión; jugar en la calle es imposible.

Por lo general, comparten vivienda con sus abuelos o tíos. La enfermedad es común, causada por la falta de higiene y la desnutrición. La aspiración de los más jóvenes es salir, superarse, pero en la mayoría de las ocasiones ese sueño se torna imposible, forjándose en sus almas un resentimiento con la vida, hacia los otros; esos que no los ven ni los escuchan.

Se sobrevive en esa jungla, infestada de picaderos y de expendios de cerveza. El poco dinero que se gana se gasta en boletos para eludir esa triste realidad que los ata a esas calles sucias, conquistadas por la maleza y por perros callejeros. La violencia es común dentro y fuera de la casa, un círculo vicioso que se mama desde la más tierna infancia. Hay conflictos vecinales. Hay más reportes de robos y de hechos de sangre. Pasquines amarillistas trasiegan tragedias en esos rumbos, donde florecen bajos instintos y la vida poco vale. Valles de lágrimas. Tierra de nadie. Un llano en llamas en donde viven y malviven la mayoría de los meridanos.

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Ayer participé en un foro en el que se abordó el futuro de la ciudad y la importancia de que los ciudadanos se impliquen en este. Hemos sido apáticos, islas que critican y no aportan; que esperan que las autoridades nos resuelvan los problemas y que piensen por nosotros. Debatimos con candor el tema del cierre del centro histórico, discutimos acaloradamente la necesidad de que se rompa el monopolio de taxistas. Y, en la mayoría de las ocasiones, omitimos opinar del abismo que hay entre el norte y el sur de la ciudad. Se podrán erigir parques bellísimos. Se podrá rescatar el primer cuadro y dejarlo como un pabellón de Epcot. Se podrán cerrar calles y hacerlas peatonales, para que los turistas se tomen selfies y compren artesanías made in China. Todo eso de poco servirá si no logramos derrumbar ese muro de indiferencia que se ha erigido entre la ciudad rica y la ciudad pobre. Y esos cambios no dependen del gobierno, sino de nosotros. Sólo de nosotros. Cuando hablemos de participación ciudadana, que no nos avergüence tocar este tema, el más urgente e importante de resolver.


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