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Carlos Luis Escoffié Duarte
Foto: Ap
La Jornada Maya

Miércoles 29 de junio, 2016

El pasado jueves, el Gobierno colombiano y las FARC firmaron el cese al fuego, poniendo fin a más de 50 años de conflicto armado. Como han reconocido las partes, este no es el final, sino apenas el inicio de la construcción de la paz. Colombia gravita hoy entre la emotividad y el escepticismo. Falta aún la desmovilización y dejación de armas, el inicio de los procesos ante la Jurisdicción Especial para la Paz y la reparación a las víctimas, entre muchas otras urgencias que –paradójicamente- exigen tiempo. Por si fuera poco, células conformadas por paramilitares no desmovilizados o reincidentes siguen activas. La tarea es titánica y va para largo. Pero se ha dado un gran paso: el alto al fuego. Sobre todo las zonas rurales, que hasta la semana pasada servían de campo de batalla, saben bien el valor del acuerdo.

Es imposible no dejarse contagiar ante el fin de la violencia que ha dejado 260 mil muertos, 6 millones de desplazados y 45 mil desaparecidos. ¿Cómo no celebrar cuando lo que por décadas pareció imposible y siquiera pensarlo era signo de ingenuidad, finalmente sucede? ¿Cómo no compartir la alegría ante el fruto del esfuerzo e insistencia de las víctimas, las ONG’s, movimientos políticos, la academia, la comunidad internacional y distintos sectores de la sociedad colombiana? ¿Cómo no desear que pronto México viva una etapa similar? ¿Cómo no rendirse ante la tentación de pensar cuáles serían las formas y los mecanismos que el contexto mexicano exige para tener nuestro 23 de junio?

Hace unas décadas, hablar de paz en Colombia era una quimera. Pero de tanto insistir en hablar de la paz, llegó un punto en que se convirtió en una posibilidad. Decir hoy que debemos pensar cómo construir la paz en México –que por definición es un proceso largo, difícil y desgastante- puede sonar necio, sobre todo cuando las muertes, desapariciones y desplazamientos han secuestrado la normalidad. Pero nadie habla de construir la paz cuando la posee, sino cuando ésta parece lo imposible.

Si bien no podemos copiar las respuestas del caso colombiano, podemos aprender de él cómo plantearnos las preguntas correctas. Quizá el 23 de junio mexicano no sea la firma de un acuerdo, sino algún otro mecanismo hasta hoy impensable. No es idealista decir que debemos empezar a construir el camino hacia una paz posible. Más bien es pragmático: no hacerlo implica claudicar y entregarse a las llamas de la ignominia perpetua.

Me queda claro que la paz no llegará mañana y que no será en este sexenio. Quizá tampoco en el próximo. Pero la fecha para iniciarla es hoy. Será un camino de encuentros y desencuentros, de confrontarnos ideológicamente acerca de las prioridades y los medios para alcanzarla, de aciertos y errores. Y la vista de este tránsito estará plagada de desesperanzadores crímenes. Pero no sólo es posible, sino que no nos queda de otra.

En México, la gente suele creer en sus metas individuales y en que todo lo que se propongan solitariamente es posible. Pero se tiene desdén y poca fe a las metas comunitarias. Y por eso no hemos sabido avanzar. Debemos asumir un esfuerzo colectivo para cuestionarnos cómo iniciar, retomando las deudas históricas con la paz. Pero sobre todo, debemos asumir el valor de la vida humana –de absolutamente todos, sea quien sea-, cuya devaluación ha sido el marco de los horrores que vivimos. La paz inicia por reconocernos. A pesar de la Revolución, de la Guerra Sucia y el conflicto en Chiapas, no hemos logrado hacerlo. Es la hora.


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Mérida, Yucatán


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