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Pablo A. Cicero Alonzo
Foto: Fabrizio León Diez
La Jornada Maya

Viernes 24 de junio, 2016

Sientes escalofríos. Tiemblas. Por ratos estás deprimido, sin ganas de hacer nada. Por otros, eufórico, queriéndote comer el mundo. Sientes que te persiguen, que hablan mal de ti. Escuchas voces inexistentes que susurran o gritan tu nombre; a veces te aclaman, otras te insultan.

Te ves en el espejo: tu rostro está pálido, tienes ojeras; tu frente está perlada. Ves borroso. No te puedes concentrar. Tu vida transcurre como en un sueño; en contraste, tus sueños son vívidos. Tu existencia se transforma en un duermevela, en un desesperante limbo entre la consciencia y la inconsciencia. Ya no sabes distinguir qué es real y qué no.

Ya no orbitan a tu alrededor esos cortesanos que te han acompañado día y noche, durante seis años, como moscas. Esos que te elogiaban, los que te aplaudían; los que asentían. Ya no hay nadie a tu alrededor. Nadie. Estás solo. Más solo que nunca.

La gente huye de ti como si fueras un apestado; un leproso. Ya no imploran tu atención. Ya no se pelean por tu gracia. Incluso ya no te saludan; hay personas que hacen como si no te conocieran. Los que antes se peleaban por estar a tu lado, hoy hacen como si no te conocieran.

La corte, como por arte de magia, desapareció, se esfumó. Se mudó con todo y sus elogios y loas. Ya no eres el objeto de su fascinación. Es el otro, el que ocupa tu lugar. Él es ahora el centro del universo. El amo.

Muy dentro de ti, en lo profundo, sientes lástima por el nuevo protagonista. Te ríes al verlo arrullado por esas lascivas voces que tarde o temprano, como a ti te sucedió, te arrebatarán de la realidad y te llevarán a vivir en un mundo inexistente, en el que eres un dios falso y efímero. Sientes lástima por él, pero a la vez lo envidias. Quieres ser como él. Quieres ser de nuevo como fuiste. Añoras ese pasado que te robó el tiempo.

Y esa es sólo una de las contradicciones en las que se resume tu nueva vida en el exilio. Te sientes libre, pero extrañas esa mazmorra en la que te encerraste años. Eres rico, insultantemente rico, pero el dinero ya no es suficiente; nunca será suficiente. Hay cosas que no podrás comprar con él. Lo sabes, y eso te hace sentir miserable.

Jets particulares, departamentos en el extranjero, vinos únicos, güisquis de una sola malta, choferes, guardaespaldas, autos deportivos, de lujo; amantes, fiestas con famosos, yates, relojes, muchos relojes, joyas, trajes a la medida, escapadas de fines de semana a Las Vegas, a esquiar, al Caribe; obras de arte. Todo; ahora, nada.

Admites que eres un yonqui, un pinche adicto. La droga que ahora añoras, por la que arañas paredes, es el poder que te acaban de arrebatar. El poder no se esnifa, no se fuma, no se inyecta: se vive las veinticuatro horas. Un chute por segundo; una dosis por minuto. Lo necesitas como al oxígeno; sientes que te ahogas, que desfalleces. Una y otra vez. Eres un muerto viviente.

No hay metadona para la adicción al poder. No hay grupos de apoyo. “Hola, soy Juan y soy adicto al poder”. “Hola, Juan”. No. Sin embargo, se vive y sobrevive con esa desgarradora ausencia, con esa dolorosa falta. Es un viaje al pasado, un nuevo comienzo.

Asumir que el poder fue temporal, una orgía de sólo seis años. Un sueño o una pesadilla, como lo consideres ahora. Con él hiciste cosas buenas y otras espantosas. Te enorgulleces y te avergüenzas. Al fin y al cabo, eres humano, como yo; un amasijo inacabado de aciertos y errores. Recuerdas, en este momento de lucidez, que no eres ni mejor ni peor que otro.

Ser consciente que la ausencia que ahora sufres se digirió en ese estómago donde los elogios son el ácido que diluyen valores e ideologías. No fuiste el único culpable de esta adicción que hoy te provoca arcadas; fue una legión de enganchadores, de dealers, la que se encargó de hacerte creer que estabas bañado en oro, que eras un oráculo, alguien más allá del bien y del mal. El final del sexenio te demostró que eres mortal, como yo, como ese y como aquel. Que era el cargo lo único especial en ti, ser humano efímero y con flaquezas. Te aferraste a un título que hoy te ves obligado a devolver, con todo el dolor de tu corazón, a regañadientes; llorando casi. Así te despides de este paréntesis artificial en el que te hicieron creer —y creíste— que eras el ser más poderoso del Estado, el zar, el tatich, el emperador.

****

No hay cadáver hermoso. Así se comprueba con estos últimos coletazos. Ingenuos aquellos que pensaban que la transición iba a ser tersa, que los actuales gobernantes asumirían con sabiduría el papel de opositores. Y vaya que faltaría un contrapeso en el futuro próximo.


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