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Hermann Bellinghausen
Foto: Cultura UdG
La Jornada Maya

Lunes 20 de Junio, 2016

Hay artistas que son su siglo, sobre todo si alcanzan un suficiente ciclo vital. Esto no significa que los creadores longevos en general abarquen las distintas eras o generaciones que les tocan sobre la Tierra. Los más, se concentran en un tramo temporal de las tendencias estéticas, técnicas, de gusto y percepción; si la fortuna los acompaña, se desarrollan con gracia y envejecen sin detenerse. Pero el síndrome de Picasso no tan frecuente como pareciera. Del siglo XX son pocos los ejemplos: Igor Stravinski, Akira Kurosawa.

Si alguien encarna el jazz, la música que definió un siglo, es Miles Davis. Nacido el 26 de mayo de 1926, desde que aparece en escena sus dotes son percibidas como ilimitadas y sus mentores lo ven con admiración, que en jazz significa colaboración, no envidia. En 1944 pasa por su tierra, San Luis Misuri, la banda de Billy Eckstine donde tocan Charlie Parker y Dizzy Gillespie. Miles se les une. Tiene 18 años. Poco después se incorpora a la peña de Parker y pasa por la de Benny Carter. Duke Ellington se rinde a sus pies. La sordina de su trompeta, la agilidad melódica, el registro bopero en caída libre a la Parker, la cantidad de ideas por segundo. Está en punto para liderar cuartetos, quintetos, bandas, combos y orquestas hasta su fin, en 1991, a los 65 años.

Lo que define su obra completa (una edición reciente incluye 94 cedés) es que tocó sólo con músicos que le permitieron ser más que él mismo. Con Miles la música sucede sin cesar, es colectiva, no le nace en la cabeza ni el papel sino sobre la marcha en el estudio, el bar, la conversación, el palomazo. Se embarca en una creación sin pausa, cambiante, impecable. Abraza el vasto pasado (antes del swing y el bop, antes del gospel y el blues, allá por África) y lo proyecta más allá de su muerte. El hombre del cuerno sigue naciendo mañana, como pudo decir el protagonista de El perseguidor, de Julio Cortázar.

Para su 90 aniversario se estrenó la ficción biográfica Miles Ahead, del actor y director Don Cheadley, quien encarna a Miles durante su único bache sin inspiración, a finales de la década de los 70, cuando pasa cinco años en silencio, antesala del que quizá sea su disco más influyente más allá del jazz, ahí donde Kind of Blue y Bitches Brew no llegan: On the Corner, fiebre funk, negra y naca en el lado salvaje de la calle que sería mal recibida por los críticos. La película juega con el personaje y permite revisitar una vez más su música de Coltrane a Shorter.

El jazz de los años 50, los 60 y los 70 es impensable sin el aporte Miles, el bop y las orquestas de Gil Evans, free jazz y jazz progresivo, fusionado, fundido y vuelto a vaciar en moldes nuevos a lo largo los años 80. De una en otra edad de oro, quizá nunca su magia tuvo menos límites que cuando su par fue John Coltrane. Porque, bueno, con ese par, mejor imposible.

Como se sabe, sus bandas y sesiones eran algo así como la Salamanca del jazz, de donde los futuros padres entraban y salían (la lista, inmensa, incluye a Jarret, Hancock, Rollins, Shorter, Cobham, Carter, Mac Laughlin, Adderley, Milt Jackson). Pasó por el rock como un huracán y sólo Frank Zappa lo vio venir. Hacia el final dependió más y más de sus compositores-productores, como Marcus Miller; gracias ellos recaló en electrofunk y hip hop.

Él, que se refinó en Francia con los existencialistas, la bouillabaisse y Juliette Greco. Que embelleció la música de Rodrigo y De Falla. Que improvisó para Louis Malle y le potenció el suspenso al thriller Ascensor para el cadalso. En cada tiro les daba a muchos pájaros, incluso ya viejo y duende en Tutu y Amandla.

Y todo, extremadamente cool. Con su cuerno mágico, perfecto, puntual, impredecible. Como Ellington, un director impecable. Siempre nuevo y picante, su música está reservada para el mañana. Entre más escucho a Miles Davis más me gusta. La comparación con Mozart o, perdón la insistencia, Stravinski, no está de más. Miles se deja descubrir sin fin: ese es su arte.


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