de

del

Ortiz Tejeda
Foto: Marco Peláez
La Jornada Maya

Lunes 20 de Junio, 2016

Solían algunos cantadores, antes de iniciar su actuación, decir: “Para empezar a cantar, pido licencia primero”. Me apropio del pregón y pido licencia para dedicar unos renglones a un género totalmente inexplorado por la columneta: el del corazón, el del color rosa y sabor a melcocha. Después de esa incursión en el mundo de lo desconocido, regresaré a cronicar las opiniones de la Arquidiócesis primada de México, dadas a conocer por medio de su órgano de comunicación, Desde la Fe, y agregar a la retahíla de sandeces en las que se han enfrascado los príncipes de la Iglesia, la declaración del obispo de Culiacán, don Jonás Guerrero, quien logró empatar (cosa que yo habría jurado imposible) al cardenal Suárez Inda, en su zafiedad, carencia de respeto hacia sus semejantes y valores que uno (por idiota, uno) suele considerar inherentes a su sacerdocio. Y, por supuesto, le daremos un merecido rengloncito al ilustre terapeuta, analista, bariatra, nutriólogo, ginecólogo, pediatra y también gobernador independiente (del cerebro), quien con gran solvencia académica y profesional aconsejó, todo tacto y gentileza él, a las adolescentes regiomontanas, que si querían el cariño, consideración y, tal vez hasta un poquito de acoso recurrieran a cursos intensivos de bulimia. Esperemos que en su próxima consulta defina su diagnóstico y se decida: ¿qué es peor, la obesidad o el embarazo?

Hace tiempo les platiqué sobre un amigo de la prehistoria: Quiquis Jasso, quien llegó de Matamoros a estudiar su prepa al Ateneo Fuente, de Saltillo. Sí, el autor de un libro presentado en la pasada Feria del Libro del Palacio de Minería, por el propio director de la misma, don Fernando Macotela, hombre respetable y ameritado promotor cultural. Es en este libro, donde cuenta Quiquis, que el comandante Castro, durante una visita oficial a La Habana lo reconoció y le dijo: “Oye, chi­co, yo te recuerdo, tú eres del norte, de la frontera. Tú me pagabas los cafés. A nosotros nos presentó Ortiz Tejeda”. Cuando lo leí en el libro fui el primer sorprendido y lo único que atiné a responder fue: el comandante siempre ha tenido mejor memoria que yo.

Pues el personaje central de la crónica de hoy es precisamente este amigo. La acción se desarrolla a mediados de los años 40 del siglo pasado en Matamoros, pequeña villa fronteriza del estado de Tamaulipas. Allí, como en todas las poblaciones ubicadas sobre la borderline, se vivía la zozobra de la cambiante y contradictoria información que sobre el desarrollo de la Segunda Guerra Mundial proporcionaban la modesta prensa de ambos lados, la radio (en pañales), cuyos receptores (muchos aún eran de los llamados de galena) que estaban permanentemente encendidos en casas, oficinas, bares (de este lado cantinas) y los noticiarios fílmicos, en los que el gobierno gringo inventaba grandes proezas bélicas para que luego las actuara John Wayne, y recreaba con actores, las que en verdad realizaba Audie Murphy, el soldado estadunidense más condecorado de todos los tiempos.

El 6 de agosto de 1945, tanto en Matamoros como en Saltillo, aunque por razones diferentes, la gente estaba feliz. En Saltillo ese día se celebra al santo patrono, no al constitucional, sino al independiente: el denominado Santo Cristo de la Capilla. Otro día contaré sobre esa singular concertacesión por la que cada año el inusitado crucifijo, sin necesidad de que medie juicio de desahucio, desaloja al polémico apóstol Santiago del trono de su patronazgo y acapara, durante su novenario, la devoción de los saltillenses. En Matamoros, el regocijo colectivo se debía a una noticia que, si digo cayó como bomba, estaré haciendo un símil demasiado barato. Los boticarios, peluqueros, maestros, curas (o sea, los divulgadores de noticias en los pueblos) salían a las calles a gritar la nueva: “¡Los gringos lanzaron una terrible bomba que acabó con todos los habitantes de una ciudad llamada algo así como ‘Jirochima’!” La explosión había sido tan letal que nadie, en un radio de varios kilómetros, que tuviera los ojos rasgados, había quedado con vida. Al margen de consideraciones posteriores (muy posteriores), sobre si este brutal genocidio había sido imprescindible, lo que la gente entendía es que la guerra, por fin, había terminado. Su euforia y alegría eran totalmente entendibles. Entre los cientos de matamorenses que en todos los lugares públicos reían, gritaban, se abrazaban y compartían la buena nueva, estaban ellos: mi amigo Quiquis Jasso y quien, para efectos de este relato, llamaré (como él la nombra, desde siempre), Campanita. Ellos cursaban su educación primaria en el Colegio México, institución que dirigía un patronato conformado por la logia masónica afiliada al rito escocés (lo que explicaría que en esos tiempos la escuela fuera mixta). Me sé, por preguntón, que desde el primer día de ingreso al colegio y a partir del primer cruce de miradas e intercambio de palabras y Kisses (los minúsculos chocolatillos envueltos en papel de aluminio), surgió entre ellos una entrañable simpatía, afecto, comunicación y gana de estar juntos y compartir.

En el patio de la escuela, en el parquecito frente de la casa, allí, en los columpios o el subibaja, seguramente sin comprender plenamente lo que acontecía, los niños se insertaron en el regocijo colectivo. Ninguno de los dos llegaba a su primera decena de años, pero a diario habían vivido para bien o mal, las repercusiones de la guerra. Sabían, intuían por eso, que algo importante acababa de suceder. La euforia desatada los llevó por todo el pueblo y los cruzó a Brownsville. Pidieron un banana split para compararlo con su tradicional tresmarías de la nevería local, y regresaron a sus casas envueltos en la alegría de su gente. Sin embargo, algo había cambiado.

Durante seis años más siguieron siendo lo que ahora se conoce como “los mejores, mejores amigos”. Nueve años duró la relación entre Quiquis (a quien, me acabo de enterar, Campanita llama El Texano), hasta que la familia de ella emigró para el Distrito Federal y él salió a estudiar a Saltillo. La ausencia de Twitter, Whatsapp, Facebook, Instagram, Snapchat fue mortal para la relación. Tuvieron que pasar 65 años para volver a encontrarse. Eso sucedió hace ocho días y yo estuve presente. No les escatimaré detalles.

Ayer se cumplieron seis años del fallecimiento de Monsi. Jamás he asistido a ningún acto celebrado para recordarlo, honrarlo, agradecerle. Tampoco he podido escribir un renglón sobre su persona o el privilegio de su amistad. En verdad les envidio a Elena, Rafael Barajas, Genarito Villamil, Martha Lamas, la Rossbach, las hermanitas Galindo y, por supuesto, a la prima Beatriz, la fuerza que tienen para seguir ondeando el pendón monsivaisesco. Me reconozco demasiado debilucho y vulnerable. Ya entraré en razón y conocerán algunos monsivaises absolutamente inéditos. Por ahora sólo les relato un compromiso que los dos solemnemente contrajimos, y que ninguno cumplió. El día del velorio de Luis Donaldo Colosio me llamó Monsi y me pidió si me podía acompañar a la funeraria. Él pensaba que mi compañía le evitaría dificultades de ingreso (y por supuesto resultó al contrario). Pasé a San Simón 62 y emprendimos una doliente gira, pues en otra agencia, se velaba al mismo tiempo a una entrañable amiga común, además mi paisana: Nancy Cárdenas, a quien el monstruo había llamado con un bellísimo apodo: Parras Atenea. En el largo trayecto, con toda la dolencia a cuestas, no pudimos dejar de carcajearnos de la costumbre de fatigar a los cadáveres célebres, con discursos verdaderamente infamantes por sus descomunales halagos y mentiras, ya difíciles de ­desmentir. De golpe se nos ocurrió un remedio: ambos firmaríamos un documento en el que expresaríamos libre y conscientemente nuestra voluntad de que, al fallecimiento de cualquiera de nosotros, sólo el supérstite estaba autorizado a la pronunciación de una oración fúnebre. Esta carta estaría avalada por algunas firmas plenas de credibilidad. Hasta aquí el documento no pasaba de ser, o parecer, una excentricidad. Había, sin embargo, una sencilla cláusula bajo reserva, que únicamente era de nuestro conocimiento: cada responso sería escrito, al libre antojo, por cada uno de nosotros, y la obligación del supérstite sería leerla sin cambio alguno y asumiendo su total autoría. ¿Qué mayor garantía de ser tratados con justicia por la posteridad? Servirse con la cuchara grande, sobre todo cuando no hay derecho de réplica, no era una mala idea.

Twitter: @ortiztejeda

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