de

del

Rafael Robles de Benito
Foto: Archivo LJM
La Jornada Maya

Viernes 16 de junio, 2016

El pasado cinco de junio, día mundial del medio ambiente, a las dos de la mañana, me despertó el ruido de una fiesta en Dzilam de Bravo, Yucatán, a cerca de dos kilómetros de la casa donde intentábamos descansar en la playa. La misma fiesta me despertó otra vez a las cuatro de la mañana. Desvelado, me preguntaba que si yo, a mil 700 metros del pueblo, escuchaba al animador de la fiesta y a sus cumbias, ¿cómo dormirían los habitantes de Dzilam que no querían asistir a la fiesta, o que tenían que despertar temprano para salir a pescar, hornear el pan, o hacer las tortillas?

Hacemos demasiado ruido. Más allá de los ruidos extremos, generados por los despegues y aterrizajes de aviones, el trabajo de la maquinaria pesada, los alaridos en los estadios durante encuentros deportivos, o los conciertos de rock (estos últimos, desde luego, indispensables), emitimos una enorme cantidad de decibeles innecesariamente, sin ton ni son, y sin consideración por la salud de nuestra comunidad.

¿Nos “tentamos el corazón” al tocar la bocina del auto cuando el conductor frente a nosotros no arranca de inmediato?, ¿pensamos en el vecino cuando contratamos un equipo de sonido para celebrar una ocasión cualquiera?, ¿hemos considerado el efecto que las atronadoras bocinas de nuestro negocio ejercen sobre la competencia, más allá de hacerla incrementar el volumen de las suyas?, ¿y el efecto en los clientes? Desde luego que no.

Como tampoco parece importarnos que, cuando estamos en una sala de cine, escuchamos los efectos especiales de la película que se proyecta en la sala contigua. Y tampoco parecemos percatarnos del hecho de que, cuando vamos a un bar a conversar con los amigos, solamente hacemos como que conversamos, y no nos atrevemos a confesar que no oímos nada de los que nos han dicho, y nos desgañitamos a gritos, pensando que así nos escucharán. Solamente se oye la “música” de dudosa calidad, que abusa de nuestros oídos, y nos hace vivir una supuesta camaradería en la que nadie sabe lo que dice el otro. El arte de la conversación se pierde, sumido en la barahúnda.

Hay, es cierto, normas que pretenden acotar el ruido emitido en las ciudades, y en lugares públicos en general; pero la verdad es que no se trata de normar, ni de sancionar a quienes vulneren la norma: el problema del ruido, quizá como ningún otro problema ambiental, debiera hacernos ver que la construcción de ambientes humanos apropiados al bienestar de la comunidad depende más de la conciencia, y del sentido de solidaridad y fraternidad, que de la existencia de rigideces normativas. Bajémosle al ruido, pues.

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