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Pablo A. Cicero Alonzo
Foto: North Caroline Aquarium
La Jornada Maya

Viernes 17 de junio, 2016

En el cielo estallaban flores de fuego; una tras otra. Rojas, azules, amarillas. Luces bailando entre las nubes de un cielo oscuro, despejado. Círculos formando la silueta del personaje creado por Walt Disney. Cientos, miles de personas mirando hacia arriba, con la boca abierta. Sonriendo, sentados a la orilla de un lago artificial, una joven pareja contempla esa explosiva coreografía. Ni el hombre ni la mujer se percatan de que su bebé se aleja unos pasos de ellos, que moja sus piececitos en las cálidas aguas de esa laguna. Las rosas de pirotecnia estallan entre esos campos de algodón que son las nubes, hacen ruido. La gente aplaude. Nadie escucha, ni el bebé ni sus padres, que un caimán se acerca. En la oscura, negra noche, nadie ve el ataque del gigantesco reptil, que como relámpago abre sus fauces y se lleva a su pequeña presa.

Orlando fue esta semana la capital del dolor. En sólo cinco días, uno de los epicentros turísticos más importantes del mundo fue escenario del peor tiroteo masivo en la historia de Estados Unidos, del asesinato de una joven y popular cantante y de la muerte de un bebé de dos años que fue arrastrado por un caimán en un hotel de Disney. Tres tragedias que indignan, que te dejan pasmado, que te horrorizan. La peor noticia sigue siendo el ataque, el domingo, en la discoteca Pulse. Ahí fallecieron 49 personas y 53 resultaron heridas. Un par de días antes de la carnicería perpetrada por Omar Mateen, la cantante Christina Grimmie estaba firmando autógrafos cuando un hombre armado la mató. Christina tenía veintidós años.

Macabras obras de locos que salpican una realidad que se empeña en sorprendernos —la mayoría de las veces para mal— todos los días, todas las horas. Un azar maldito que se fue cebando de vidas: primero de una, luego de cuarenta y nueve y, por último, de una más. Una copiosa, triste cosecha en este junio para olvidar. Como intento olvidar al habitual huésped de mis peores pesadillas: un lagarto; específicamente, un lagarto albino. Tal vez esa bestia onírica que me persigue no hubiera pasado desapercibida en la densidad de la noche de Orlando. Tal vez, en mis sueños, ese bebé no hubiera muerto.

Fue el escurridizo escritor Thomas Pynchon quien incubó en mí ese irracional miedo. Él y esa serie de películas que vi de niños, donde el miedo reptaba, nadaba o volaba. O, incluso las dos últimas, como unas pirañas mutadas que salían de la pantalla. Pynchon, en su novela V alimenta la leyenda de los lagartos de Nueva York. Como todo el mundo sabe, las cloacas neoyorquinas están infectadas por cocodrilos albinos. El asunto, relató Pynchon, comenzó después de la Segunda Guerra, cuando Florida se convirtió en uno de los destinos preferidos de los estadounidense. Todavía rodeada de pantanos, entonces en Miami abundaban caimanes y vendedores de sus inofensivas, simpáticas crías. Miles de estos animales fueron llevados a Nueva York como recuerdo; un souvenir exótico para esos neoyorquinos excéntricos. Los cocodrilos crecían y pasaban de simpáticos a aterradores. Y de la jaula transparente iban a dar al inodoro. Flush. Listo. En ese acuático viaje, los reptiles llegaban al subsuelo, descongelado con regularidad con chorros de vapor. Ahí, en las entrañas de la gran ciudad no sólo sobrevivían sino que se reproducían con bíblico frenesí. Ahí, ante la falta de sol, se pusieron blancos como la leche y crecieron a tamaños indecibles por la abundante basura urbana. Eso es lo que cuenta Pynchon. Esquizoide y exquisito.

En los sucesos que enlutaron a Orlando, la realidad de nuevo se encarga de abofetearme, empecinada en mostrarme que ella puede ser más cruel que la peor de mis pesadillas, esas en las que con sigilo se acerca a mí ese monstruo blanco, dispuesto a levantarme con taquicardia. Intoxicado por las noticias de la península, que si las comparamos con esa ciudad de Florida, son de una intrascendencia insultante, aún tuve tiempo de ponerme en los zapatos de esos padres cuyo viaje soñado se tornó en pesadilla. Mientras ellos y Orlando lloraban, nosotros estábamos aquí elucubrando sobre Uber y sus repercusiones, ensimismados por los fuegos de artificio de la política y haciendo cábalas y permutaciones sobre el futuro electoral. Vengan estas líneas oníricas para recordarnos que la vida —y la muerte— no sólo es Yucatán, Campeche o Quintana Roo. Hay más. Mucho más. Sirva esta columna como un escape a la intensísima semana que acabamos de terminar.

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[b]Mérida, Yucatán[/b]


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