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Nicolás Lizama
La Jornada Maya

Jueves 16 de junio, 2016

El repicar de las campanas me penetra por los más hondos recovecos del alma. Me saben a nostalgia. A tiempos de inocencia infinita cuando para arañar la gloria era suficiente con una mirada de mi compañera de pupitre.

Cuando las escucho, siento de nuevo la mano suave de mi abuela apurándome para llegar a la iglesia antes de que don Avelino, el cura, barriera a la concurrencia con su mirada escrutadora.

Era bravo el párroco. La paciencia era un don que le fue negado. Cuando notaba la ausencia de alguna de sus beatas lo apuntaba en la computadora que tenía por cabeza. Habría su castigo. Invariable, eficaz. Tantas aves marías, tantos golpes de pecho. Ser una sierva fiel del Todopoderoso implicaba ciertas reglas de riguroso cumplimiento.

Y la abuela, beata a más no poder, lo sabía. Estaba consciente de que más que temerle al cura, había que temerle al de arriba, al que todo lo veía, al que todo lo anotaba, al que era imposible hacerle cualquier tipo de chanchullo.

Cuando escucho el repicar de las campanas, veo también a mi sacrosanta abuela derramando lágrimas cuando de pronto el párroco, emocionado, llegaba al clímax de su sermón y los arengaba a hacer a un lado la vida impía que llevaban los habitantes de aquel pueblo en donde las cantinas –y sus meseras, por supuesto-, eran el mejor de los placeres.

Mi abuela era una santa. Bueno, casi santa. No tengo duda de que ocupa un lugar de privilegio en ese sitio que muchos aseguran existe y en donde todo se va en rendirle loas al creador del universo.

Los terapéuticos pescozones que repartía la abuela a diestra y siniestra en las cabezas de sus nietos, creo, son el único detallito que pudo haberle creado algún problema a la hora de rendir cuentas a San Pedro, el encargado del portón de acceso a los aposentos celestiales. Ella, sin embargo, fácil para dar explicaciones, seguramente supo encontrarle la vuelta al asunto y entró –puedo verla en un ejercicio rápido de imaginación-, chiflando y gritando aleluyas al Todopoderoso.

Cuando la abuela no pudo rebasar los 76 años que trabajosamente llevaba en las espaldas, se tiró en su hamaca, se persignó durante varios minutos y luego esperó a la muerte con los ojos bien abiertos. En un acto que en otra persona hubiese parecido un gesto de arrogancia (en ella fue un acto de fe irrefutable), le dijo a toda la parentela que se había reunido para sufrir al lado de ella: “No me voy al hoyo, me voy volando al paraíso”.

Cuando escucho el repicar de las campanas, a mi mente viene aquella ocasión en la que desesperado a más no poder busqué el interior de una iglesia para rogar por un gran milagro. Siempre supe que mi petición era de tal magnitud que seguramente pondría en un verdadero brete a la más milagrosa de todas las divinidades existentes. Por principio de cuentas ningún santo bajó y me puso una mano en la espalda. Ninguna de las deidades empotradas en los nichos de la pared me hicieron siquiera un guiño solidario. Ni el cura, cuando menos, tuvo el presentimiento de que debía de abandonar sus cómodos aposentos e ir al interior del templo porque ahí había un alma con un serio problema que lo aniquilaba.

Cuando escuchó el repicar de una campana, recuerdo aquella ocasión en que salí de aquel santuario completamente derrotado. Cabizbajo y con una gran pena a cuestas. Convencido de que hay veces en las que estás tan de malas que ni siquiera tu ángel de la guarda tiene el detalle solidario de soplarte al oído un: “¡Animo, el mundo no se acaba!”.

Cuando escucho el repicar de una campana, se abre el cofre del recuerdo y a la mente me vienen aquellos días en los que la inocencia -¿dónde te fuiste, condenada?-, me hacía verle blanquísimas alas y brillante aureola a mi siempre bien recordada abuela, a quién, espero –faltaba más-, Dios tenga en su santa gloria. Claro, si es que en verdad existe este magnánimo aposento.

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Quintana Roo


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