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Texto y foto Manuel Alejandro Escoffié
La Jornada Maya

Viernes 10 de junio, 2016

En un pasaje de “El Padre de Frankenstein”, novela de 1995 escrita por Christopher Bram y llevada a la pantalla grande con el título de “Dioses y Monstruos” (Gods & Monsters, 1998), James Whale, otrora director hollywoodense recordado por sus incursiones en el género del horror, emite resonantes carcajadas mientras observa una escena de la que muchos consideran su obra maestra: “La Novia de Frankenstein” (1935). El monstruo (Boris Karloff) descansa en una cama mientras el ermitaño ciego (O.P. Heggie) que le ha brindado refugio se encuentra de rodillas; agradeciendo a Dios por mitigar su soledad. El motivo por el que Whale reacciona con irreverencia no es obvio más que para él mismo: años atrás, cuando filmó la escena, deliberadamente ignoró la sugerencia de su director de fotografía para cambiar el ángulo de la cámara; debido a que, así como estaba, parecía que la creación de Henry Frankenstein (Colin Clive) no sólo conocía el significado de la verdadera amistad, sino también el de una felación. La escena constituye apenas uno de los ejemplos a partir de los cuales muchos biógrafos de Whale advierten la presencia decodificada de contenido gay, “queer” o “camp” en su cine. Ciertamente, sería discutible hasta qué punto tal presencia obedece más a una realidad objetiva que a una caprichosa lectura moderna después del hecho. Pero no me sorprendería que Whale, famoso por ser abiertamente gay en los círculos de la industria y por su sentido del humor subversivo, hubiese aprovechado su posición para convertir a este clásico de Universal Pictures en un caballo rosa de Troya con el cual poder plasmar aquel chiste privado a expensas tanto de la inocencia como de la heterosexualidad del público. El mismo caballo dentro del cual directores, productores, escritores y actores con similar orientación se vieron obligados a permanecer durante mucho tiempo para, sino ser vistos, por lo menos vivir referenciados.

Pese a que el primer material cinematográfico al que se le atribuye contenido homosexual se remonta hasta los inicios del medio (“The Dickson Experimental Sound Film”, 1895) y que desde la época sonora el uso humorístico del “sissy” (“mariquita”) como arquetipo de afeminamiento resultó ser popular, la censura del Código de Producción establecido por Will Hayes aseguró que la condescendencia evolucionase a una negación por omisión. A menos que vieramos o escucháramos lo contrario, la pantalla era territorio heterosexual. Pero lo que los censores daban por inexistente permitió que los realizadores demostrasen ser mucho más inteligentes que ellos por medio del subtexto. ¿Cómo ignorar que, en “El Halcón Maltes” (The Maltese Falcon, 1941), lo primero que sabemos acerca de Joel Cairo (Peter Lorre) es que su tarjeta de presentación huele a perfume de gardenias? ¿O la manera eufóricamente sensual con la que los dos asesinos universitarios en “La Soga” (Rope, 1948) describen la experiencia de su primera víctima; casi equiparándola con una de carácter homo-erótico? Pocas veces algo “que no existe” ha llegado a sentirse tan vivo.
No fue sino hasta la década de los años sesentas y principios de los años setenta que los eufemismos e indirectas pudieron ser tirados a la basura para lidiar frontalmente con el elefante blanco de la homosexualidad. Por desgracia, la sombra paranoica de la Guerra Fría predispuso que tal “apertura” únicamente pudiese darse en dos posibles paquetes: el homosexual y/o lesbiana como un mártir digno de compasión (“Advise and Consent” y “The Children´s Hour”, 1962; “The Detective”, 1968; “The Boys in The Band”, 1970) y como un siniestro depredador a quien temer (“Vanishing Point”, 1971; “Cruising”, 1980). Finalmente, a partir de los noventa, contamos con el último y en muchos aspectos todavía vigente modelo de representación: el homosexual heroico cuya única razón de ser reside en luchar contra la homofobia como concepto general y abstracto, o bien en hacer que todos los que lo rodean tomen conciencia de su propia homofobia (“Filadelfia”, 1995; “La Jaula de Los Pájaros”, 1996; “Los Muchachos No Lloran”, 1999; “Milk”, 2008).

En mayor o menor medida, cada etapa mencionada ha supuesto un paso adelante en la percepción de la comunidad LGBT por parte de la cultura cinematográfica. No obstante, salvo por producciones independientes o con canales de distribución fuera del continente americano, aunque se puede presumir de cierto nivel de inclusión, hoy en 2016 lo que todavía brilla por su ausencia es un verdadero sentido de asimilación. Una asimilación traducida en historias habitadas por personajes cuya orientación sexual no constituya el eje de la trama, sino tan solo uno de los muchos rasgos casuales que forman parte de su identidad; al igual que su estatura, su peso, el color de sus ojos o la música que escuchan. En homosexuales, lesbianas, bisexuales y transexuales que no necesiten invertir tiempo en explicarse a sí mismos o auto-justificarse. En películas donde no hay para ellos ni para su prójimo algo que defender, reivindicar o aprender. Donde podamos ver y escuchar a seres humanos en vez de arquetipos. Donde los caballos de Troya sean quemados y reducidos a cenizas, permitiéndonos ser capaces de reírnos con James Whale de su propio chiste.

Mérida, Yucatán
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