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Foto: [i]El matrimonio Arnolfini[/i]. (Jan Van Eyck, 1434)
La Jornada Maya

En 1932, la Suprema Corte declaró constitucional una ley estatal que prohibía que una mujer mexicana contrajera matrimonio con un hombre de “raza china”, por considerar que dicha unión era “obviamente imposible”. A 84 años de distancia, en junio de 2016, una aseveración legal o privada de ese tipo nos parecería aberrante.

Sin duda, en las décadas por venir, la oposición a que las parejas homosexuales o no-heterosexuales tengan derecho al matrimonio igualitario y a formar una familia con toda la protección de la ley, nos parecerá igual de absurda que esa decisión de 1932.

No existe unión más profunda que el matrimonio. El matrimonio, en la teoría jurídica y humanista moderna, encarna los más altos ideales de amor, lealtad, devoción, sacrificio y, especialmente, los más altos ideales sobre lo que es una familia.

La familia, a su vez, es la base de la civilización, es nuestra unidad más íntima y básica para avanzar como sociedad.

Las parejas homosexuales o no-heterosexuales que piden se les conceda el matrimonio igualitario, no faltan el respeto al matrimonio y tampoco quieren destruir a la familia, todo lo contrario. Esas parejas reconocen el valor y la importancia del matrimonio y la familia; entienden su rango casi sagrado en el tejido social y -precisamente porque entienden la trascendencia de esos símbolos- quieren ser parte de los mismos.

No hay deseo de debilitar a la familia en el matrimonio igualitario; lo que hay es el deseo de un matrimonio que llegue a más hombres y mujeres, uno que lleve sus ideales y amor a todos los mexicanos. Las parejas homosexuales o no-heterosexuales quieren ser parte de una de las instituciones más antiguas de la humanidad porque la valoran y saben de su alcance casi sublime.

Quienes piden el matrimonio igualitario entienden que el matrimonio y la familia construyen lazos de afecto, amor e identidad que, casi siempre, duran más allá de la muerte y hacen que dos seres humanos sean mucho más que dos. Y porque lo entienden, piden ser parte de ese estado de bienestar matrimonial. Negar esa oportunidad, cerrar esa puerta, sería ingrato. Sería violar un derecho humano esencial, sería decir que no todos podemos acceder -en unión de quien amamos- a un estado matrimonial y familiar sobre el que se han construido los mejores capítulos de la civilización.

El matrimonio evoluciona, junto con las leyes y la sociedad. No hace mucho el matrimonio era un asunto que -en casi en todo el mundo- pactaban los padres, los clanes o las familias pensando en arreglos religiosos, sociales, políticos o económicos. No hace mucho, el matrimonio por amor parecía una locura y revolución absurda.

Y hablo del matrimonio por amor, porque el amor aquí es un factor clave. Hablo, respetuosamente, de quienes desde la trinchera religiosa atacan el matrimonio igualitario. Lo atacan sobre la base de una doctrina cristiana interpretada de forma egoísta.

Como católico, creo en Jesús y su doctrina de amor, en su papel de Buen Pastor que cuida y quiere a todas sus ovejas por igual. Recuerdo muy bien esa canción que muchos hemos entonado en momentos muy especiales, me refiero a “Eran cien ovejas”.

Esa canción religiosa, nos narra cómo Jesús guía su rebaño hacia un aprisco, el paraje donde los pastores llevan a las ovejas para resguardarlas de la intemperie. Estando ahí, Jesús se da cuenta que ya no tiene cien ovejas, tan sólo noventa y nueve. Entonces, él –por una sola de ellas- deja el rebaño y recorre montañas, soporta el frío y otras inclemencias del tiempo para traerla y sumarla de nuevo a las demás.

El matrimonio igualitario, en el sentido del amor cristiano, implica que ninguna oveja quede fuera del aprisco del matrimonio y la familia, que ninguna familia sostenida por el amor quede en la intemperie por un tema tan relativo y privado como la preferencia sexual.

No podría creer que Jesús, el que nos enseñó a hablarle a Dios como nuestro padre, el que nos dijo que nos amaramos los unos a los otros, el que es el Buen Pastor, quiera que el matrimonio sea un privilegio para unos y una puerta cerrada para otros.

El matrimonio igualitario vendrá a hacer más fuertes a las instituciones del matrimonio y la familia, las preparará para el futuro y nuestro tiempo. Es un paso adelante, es un paso que les dará la fortaleza de la inclusión. Podemos decir eso desde la teoría jurídica o el sentir religioso.

Ya no es 1932, no podemos volver a vivir en ese mundo de razas y etiquetas que eventualmente desembocó en la Segunda Guerra Mundial, el Holocausto, el fascismo y el nazismo. Podemos ser mejores, debemos ser mejores. Apoyar el matrimonio igualitario es defender a la familia, la familia que representa el amor, la inclusión, la generosidad y lo mejor de nosotros mismos.

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Mérida, Yucatán
Lunes 6 de junio, 2016


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