de

del

Rafael Robles de Benito
Foto: tomada de la web
La Jornada Maya

Miércoles 1º de junio, 2016

Como cada año, en plena “temporada de quemas”, el campo yucateco arde. Se queman cientos de hectáreas de selvas bajas caducifolias, sabanas y selvas secundarias, dentro y fuera de “áreas protegidas”, en ranchos, ejidos y tierras comunales, y siempre con la obstinada convicción de que es la mejor forma de hacer productivo el campo del estado, para la agricultura y la ganadería.

Antes que preguntarnos si el fuego sigue siendo una herramienta agropecuaria eficaz, que contribuye a suplir la pobreza de los suelos de la llanura cárstica de la península, y a incrementar su fertilidad, seguimos atrapados en la idea de que, como así se ha hecho siempre, desde tiempos prehispánicos, quemar la vegetación tiene un sólido fundamento en el saber ancestral, y es políticamente correcto alentarlo, protegerlo y conservarlo.

Tenemos leyes que pretenden regular el uso agropecuario del fuego, normas oficiales que aspiran a determinar cómo se debe utilizar, un calendario de quemas que espera acotar las quemas a la temporada de sequía (cuando además la vegetación es más vulnerable al fuego). Esperamos que los campesinos quemen apropiada y cuidadosamente (con permisos, tras hacer guardarrayas, permaneciendo vigilantes en sus predios, y demás medidas “precautorias”). Y las quemas siguen saliéndose de control, y lo que queda de la vegetación originaria de la región se sigue perdiendo en incendios forestales.

Parecemos ignorar que las comunidades rurales se parecen muy poco a las de los mayas originarios, que el tamaño de la población, y la huella ecológica de sus integrantes, se han ido incrementando durante siglos, y que las condiciones ambientales del campo yucateco ya son también otras.

Y parecemos olvidar también que enfrentamos un escenario de cambio climático. De una parte, insistimos en la necesidad de abatir la emisión de carbono a la atmósfera; y de otra, continuamos generando condiciones que garantizan la continuidad del uso del fuego agropecuario.

Urge discutir sin ambages ni cortapisas si merece la pena continuar utilizando el fuego como la herramienta agropecuaria por excelencia en las tierras de Yucatán, o si por el contrario, es ya hora de dejar atrás esta añeja tradición, y proponer, promover, incentivar, y financiar la construcción de una agricultura sin quemas. También habría que discutir si hace sentido continuar con la tendencia – no muy eficaz, por cierto – de cambiar de un uso del suelo agrícola, a uno pecuario, induciendo el establecimiento de pastizales mediante, una vez más, el uso del fuego.

Si estamos de acuerdo en que la llana planicie yucateca es una región vulnerable ante el impacto del cambio climático, y que la emisión de carbono a la atmósfera es uno de los factores que contribuyen a acelerarlo y exacerbarlo, tendríamos que estar dispuestos a reconocer que el fuego ya no sirve.

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