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Pablo A. Cicero Alonzo
Foto: Rodrigo Díaz Guzmán
La Jornada Maya

Viernes 27 de mayo, 2016

Y más bruta que nunca. Los hechos violentos que protagonizaron anteayer los taxistas del Frente Único de Trabajadores del Volante (FUTV) se revirtieron en su contra. No ganaron nada con el alarde primitivo de fuerza, que los exhibió como personajes del pasado, como esas caricaturas con las que los han descrito desde hace años; discípulos de Nerio, tristes marionetas de sus impulsos, predestinados al golpe y a la patada, incapaces de dialogar. Personajes de tragedia griega, hechos para enseñar los dientes. Puñetazo a puñetazo, mentada a mentada, garabatearon el epílogo de un nuevo capítulo de su leyenda negra, esa en la que se narran episodios vergonzosos de la política local, en donde los votos no sirven para ganar las elecciones pero sí el miedo que infunden grupos como el de los taxistas.

¿Qué ganaron en esa anacrónica cacería de competidores? Nada. Al contrario, tornaron a la organización rival en un imán de solidaridad. Provocaron indignación y avivaron la hoguera en la que desde hace años se cocina, a fuego lento, el repudio a esas formas primitivas de poder, tan de las cavernas. Los peores enemigos de los taxistas del FUTV no son los choferes de la aplicación Uber: son ellos mismos, empeñados en alimentar la percepción negativa que tiene la sociedad de ellos. El rescoldo de la gresca de anteayer son expresiones de repudio, mensajes de apoyo a Uber, invitaciones a una marcha en contra de la violencia y la oportunidad que vieron en este suceso que casposos iluminados dijeran, y con mucha razón, se los dije…

Tratando de ser empático, me imagino cómo me sentiría si, de un momento a otro, irrumpiera alguien que hiciera lo mismo que yo sin tener que pagar los impuestos que yo pago. Alguien con mayor libertad. Alguien más sofisticado. Cómo me sentiría si mi ingreso se viera reducido drásticamente, tal vez en un veinte, treinta por ciento, ante la indolencia de las autoridades a las que yo les pago esos impuestos que no les exigen a ese recién llegado. ¡Claro que estaría molesto! ¡Claro que exigiría acciones al respecto! Por lo menos, igualdad de condiciones. Ante promesas que nunca se cumplen y con el paso de los días, ¿mi molestia se convertiría en ira? ¿amenazaría y golpearía a ese alguien que hace que llegue a mi casa con cien, doscientos pesos menos al día? Yo no. O eso me gustaría pensar. Pero, obviamente, algunos taxistas, sí.

Aunque me cueste escribirlo, en este suceso la mayor verdad la ha dicho el líder del FUTV. La violenta reacción de sus agremiados era bola cantada. Éramos nosotros los ingenuos, al pensar que los taxistas iban a coexistir con la competencia. Al imaginarnos que aquellos tiempos en los que la violencia valía más que el diálogo habían llegado a su fin. Al tener esperanzas de que nuestros políticos iban a reaccionar de manera rápida y adaptar nuestras obsoletas leyes a los tiempos y condiciones actuales. Nada de eso sucedió. Pasó lo que tenía que pasar.

Son tan alarmantes los actos violentos de los taxistas como la reacción de las autoridades, que escudan su inacción en una ley obsoleta, que está más cerca a normar la circulación de calesas que de prevenir la irrupción de nuevas tecnologías. Uber no se detendrá, ni contra la muralla de puños de Billy y compañía, ni ante la marisma del desdén del gobierno, que no pudo o no quiso enfrentarse a la realidad a tiempo. Uber ha aprendido de experiencias pasadas que cada obstáculo, cada protesta de las organizaciones tradicionales, la fortalece. El servicio que brinda esta aplicación no sólo implica un nuevo esquema; tiene muchos otros significantes. Para los jóvenes, por ejemplo, es la oportunidad de ir contracorriente, es una seña de identidad; la oportunidad de ser diferente.

Esa característica, claro, no la digirieron los taxistas del FUTV. ¿Sabían ellos, por ejemplo, hace un año, qué era Uber y qué consecuencias había tenido su llegada en otras ciudades del mundo? Yo creo que no. Para ellos, esta aplicación únicamente representaba un rival, un extraño que merodeaba en un terreno ya delimitado. Y con esa miopía, con esa premisa animal procedieron. Y pasó, repito con vergüenza, lo que tenía que pasar. La violencia es el lenguaje de los primitivos, y, aunque nos hubiera gustado pensar en que las cosas ya habían cambiado, a golpes nos espantaron la ingenuidad. Seguimos sumidos en la oscuridad y en esa penumbra, reitero, hay evangelizadores que rumian y se alegran con esa sangre derramada, con esa esperanza desvanecida… Se los dije, nos susurran.

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[b]Mérida, Yucatán[/b]


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