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Pablo A. Cicero Alonzo
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La Jornada Maya

Miércoles 25 de mayo, 2016

Desde hace mil años, los chinos pescan y consumen pepino de mar. Comer este extraño animal, aseguran, les da vigor sexual. Además, reduce dolores en articulaciones y ayuda a tratar la hipertensión, dicen. Por todas estas cualidades se le conoce como el ginseng del mar. Así como generaciones de mexicanos comieron huevos de tortuga para sentirse más hombres, otros trucos amatorios de los asiáticos se encuentran en los cuernos de rinocerontes y en la sangre de los tigres. Coito a coito, aquí y allá, nos hemos cargado a la fauna.

La voracidad —ambas— de los chinos acabó con el pepino en sus costas. Lo depredaron. Y con lúdico apetito han recorrido otros mares para hacer lo mismo. Esta década le ha tocado a Yucatán. Trasiegan el fondo del océano para lograr una deseada, evasiva virilidad. Estudios científicos ya advirtieron que esta especie está en grave peligro y por eso se han declarado temporadas de veda. Sin embargo, la ambición es más poderosa que las normas dictadas por hombres de bata, que hablan de biomasas y temporadas de reproducción. Frente a las autoridades que vigilan que se cumpla la prohibición se han erigido —más que amasado— fortunas.

Ahora, con un muerto a cuestas y rota la paz social, se toman cartas en el asunto. En operativos similares a los que se realizan contra el narcotráfico, se catean casas en Mérida y se detiene a presuntos implicados en la pesca ilegal de esta especie. En el léxico de nuestros gobernantes se arrancó la página en la que aparece el término prevención. Son campeones tapiando pozos donde se han ahogado niños. Tal vez esos despliegues de poder nos den la sensación de que se está actuando, de que las autoridades ya no están cruzadas de brazos. La experiencia, empero, nos llama a la incredulidad. Santo Tomás es, desde hace tiempo, nuestro patrono. El problema no se resolverá con decomisos y detenciones, ya que detrás de esos kilogramos de pepino sancochados y de los detenidos, hay una mafia que mueve cientos, tal vez miles de millones al año.

Los pescadores yucatecos reciben aproximadamente cuarenta pesos por kilo de producto fresco. Éste se destripa, se sancocha y se sala; en este proceso pierde aproximadamente el noventa por ciento de su tamaño. Ese animalón de casi cuatro kilos, con aspecto —curiosamente— parecido a un falo, se encoge. Cuando llega a China, el precio del kilogramo asciende a ocho mil pesos, mismo que se eleva aún más, hasta los casi treinta mil pesos, cuando se clasifica según su tamaño y calidad. Hay cientos de especies; en la península abundan tres: el pepino café (Isostichopus badionotus), el blanco (Astichopus multifidus) y el negro (Holothuria floridana).

Una sopa de pepino, en Hong Kong, cuesta hasta mil pesos. En ésta se utilizan pequeñas porciones del equinodermo —le llaman hai shen—, las suficientes, asegura el chef, para poner fluorescente a quien la come. Fluorescente y un poco más pobre. De esta manera, y mientras la demanda gastronómica y la baja autoestima sexual continúen en Asia y aquí las autoridades sean incapaces de hacer valer las leyes, todo lo demás, incluso el performance militar del que fuimos testigos ayer, es únicamente una estéril reacción, una bala de salva. Así lo demuestran las cifras. De 2006 al año pasado, en Quintana Roo se decomisaron 20 mil 890 kilogramos de pepino de mar sancochado; en Yucatán, 9 mil 527 kilogramos, y en Campeche, 11 mil 440. En ese período, se han detenido a cuarenta y siete personas, 46 mexicanos y un chino, periodista, por cierto, quien retacó su maleta y fue detenido en el aeropuerto, alertando por el aura de mar que lo envolvía. Estos números, reitero, son pruebas de la ineficacia de los decomisos y las detenciones. El problema no ha disminuido; al contrario: año con año parece intensificarse. Y no sólo el tráfico de la especie, también la violencia, como ya vimos. Ante la merma de este preciado oro marrón, la competencia se torna iracunda, inmisericorde, enfrentando a pueblos, familias enteras. Una industria que gira en torno al lánguido apetito sexual de mil millones de chinos.

La pesca furtiva y el tráfico de este equinodermo responde, tanto a la lujuria como a la avaricia. Los asiáticos, dispuestos a devorarse todo el hai shen de la creación, y empresarios peninsulares, que encuentran incluso una excitación sexual en el negociazo que implican las costumbres gastronómicas y amatorias al otro lado del mundo. Chinos, mexicanos… Homo Erectus, los dos.

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[b]Mérida, Yucatán[/b]


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