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Rafael Robles de Benito
Foto: Notimex/Eduardo Jaramillo
La Jornada Maya

Martes 17 de mayo, 2016

Hace unas semanas mataron otro jaguar. Apareció el cadáver en la playa, la cabeza y el pecho destrozados a balazos. Parece solamente una nota más, que se repite con frecuencia en Yucatán. Pero esta vez ocurrió dentro de un área protegida, la Reserva Estatal Bocas de Dzilam. En esta reserva hay una larga historia de trabajos dirigidos a encontrar formas de convivencia entre los ganaderos y los jaguares. Algo, entonces, no está funcionando.

Los jaguares ya no son dioses. Parecemos además empeñados en acabar con ellos: quienes no los consideran “el enemigo”, y los culpan de matar sus reses, los ven como presas codiciadas, como trofeos. Los biólogos y los conservacionistas, mientras tanto, los estudian y los cuentan. Es una aritmética decreciente y desesperante.

Los grandes gatos se encuentran en las cúspides de sus cadenas alimentarias. Su desaparición indica que todo el ecosistema que los sostiene está deteriorado, fragmentado o amenazado. Los jaguares son los felinos más grandes del continente, emblema de los trópicos americanos.

La autoridad ambiental ha determinado que matar un jaguar es un delito federal, castigado con cárcel. Pero es un delito federal que no hace más que sumar a la larga lista de impunidades: hasta donde tengo noticia, nadie se encuentra purgando una pena por haber matado un jaguar.

Pareciera que criminalizar una acción que suele percibirse, entre buena parte de la población rural, como una suerte de “justa venganza” contra el ataque injustificado de una “fiera”, no contribuye a detener la persecución de los jaguares. Sí contribuye a incrementar la desconfianza ante la autoridad: quienes no la consideran un perseguidor injusto, la juzgan ineficaz e insuficiente.

Aunque a veces parece inapropiado, quizá habría que considerar la necesidad de hacer explícito el valor de los jaguares, en términos comprensibles para el pensamiento cortoplacista y econométrico que domina en nuestros países. Si se logra hacer que los propietarios de predios rurales comprendan que vale más un jaguar vivo, que las reses que logre producir en un rancho tropical, quizá se les pueda reclutar como aliados para la conservación.

Contribuir, junto con los propietarios de tierras, a construir corredores biológicos, sería un buen camino para reconstruir la conectividad perdida por la fragmentación del hábitat de los jaguares. Pero también sería una manera eficaz de cambiar una economía agropecuaria insustentable y no particularmente rentable, por una nueva economía rural, más amigable con las exigencias de los ecosistemas tropicales y, por tanto, con las especies que los habitan.

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Mérida, Yucatán


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