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Pablo A. Cicero Alonzo
La Jornada Maya

Mérida, Yucatán
Sábado 14 de mayo, 2016

En 1980, Nápoles era una ciudad sucia, majadera, gobernada por la Camorra. Y entonces llegó un muchachito de sudamérica, compacto, irreverente, con una gran sonrisa. Resultó ser un dios de la chancha, e hizo que su equipo, el Napoli, ganara dos veces el calcio. Dos veces. Ese equipo que había sido fundado en 1926 y nunca había llegado a ninguna final. Diego Armando Maradona se fue Nápoles en 1991. La ciudad seguía siendo sucia, majadera, gobernada por la Camorra. Pero era totalmente otra. Se había convertido en la ciudad de Maradona.

El argentino marcó a toda una generación, que orbitó excitada los domingos en los que jugaba el astro. En esa camada de napolitanos se encontraba Paolo Sorrentino, hijo de una ama de casa y de un banquero, que murieron en la placidez de una fuga de gas cuando él tenía diecisiete años. Sorrentino, huérfano, comenzó a estudiar economía, carrera que dejó al final para dedicarse a lo que es su verdadera pasión: el cine.

Y es que algo te puede gustar mucho y no ser, digamos bueno en eso. Algo que no pasa con Sorrentino. Este napolitano es, a mi gusto, el mejor director cine del mundo. Y lo afirmo con sólo haber visto dos de sus películas: «La gran belleza» y «Juventud», que hoy se presenta, por última vez, en Mérida. La función es a las nueve y veinte de la noche, en el Cinépolis de Altabrisa.

Antes de ver la película, leí el libro, escrito por el mismo Sorrentino. La lírica visual que alcanzan sus películas es incluso superada por su prosa y las imágenes que recrea en la mente. Propietario de un lenguaje claro, diáfano, describe imágenes que transmiten sentimientos y recrea diálogos que conmueven, ya sea a la risa o al llanto. Y, sí, lloré. Tanto con el libro como con la película.


«Juventud» se trata, paradójicamente, de dos ancianos, interpretados por Michael Caine y Harvey Keitel. Ambos vacacionan en un extraño pero bello hotel en los alpes suizos. El personaje interpretado por Caine —Fred Ballinger— es un famoso compositor, pupilo avezado de Stravinsky. El mayor éxito de su carrera son «Simples canciones». La película comienza cuando un emisario de la reina Isabel le intenta convencer que actúe para la reina y su esposo, el príncipe Felipe. Se niega «por razones personales».

El personaje de Keitel —Mick Boyle—, por su parte, es un director de cine. Aprovecha su estancia en el hotel para trabajar en el guión que, dice, será su testamento fílmico.

Fred visita a Mick en un receso. Los dos ancianos observan en silencio al grupo de muchachos durmientes. —¿Hoy has meado? —pregunta Fred. —Dos veces. Cuatro gotas. ¿Tú? —Lo mismo. Más o menos.—¿Más o menos? —Menos. —Mira qué guapos son —dice Mick.—Sí, son guapos. —Si supieras lo conmovedores que resultan cuando escriben las escenas… Tan apasionados…— Les has contagiado. —¿Ves a esos dos? —Señala Mick a la chica y a uno de los chicos, que duermen en extremos opuestos de la habitación. —Sí, claro. —Están enamorándose, pero aún no lo saben. Nadie se da cuenta, pero la chica, sin abrir los ojos, esboza una sonrisa. No duerme. —¿Y tú cómo lo sabes? Mick Boyle medita. —Lo sé porque yo lo sé todo del amor.

Esa, precisamente esa es la magia de «Juventud». Sorrentino inventa un lenguaje y despierta sentimientos inéditos, tal y como asegura lo hace Fred con sus canciones. En la trama igual participan los hijos de los ancianos, cuyo matrimonio se rompe al inicio del filme. Fred, con torpeza, trata de consolar a su hija en ese hotel atemporal y fantástico. Una estrella de Hollywood, que filosofa y cita a Novalis: «Yo estoy siempre yendo a casa, a casa de mi padre.». Un alpinista. Un monje maoísta que, contra toda lógica orbita —¡y te lo crees— y una Miss Universo que bien podría dar clases de lógica.
Precisamente es ella quien aparece en la imagen que ilustra este reporte. Ella, ante dos viejos verdes. En esa escena, la mujer no solo está a gusto, parece concebida para incomodar al mundo que la rodea. Fred y Mick, incómodos, la contemplan como se contemplan los fenómenos paranormales, inexplicables, de la naturaleza. Les lleva un buen rato reconectar con el pensamiento racional.

Empiezan a susurrarse frases, para que no lleguen a oídos de Perfección. —Pero ¿quién es? —¿Cómo que quién es? Es Dios —responde Mick.

En el filme, claro, igual aparece Maradona, resabio de la infancia napolitana de su director. Pero lo mete en su creación en sus horas bajas. Lo vemos de primero en una piscina, y a medida que lo vemos salir lentamente, revela una obesidad desacostumbrada y un esfuerzo infinito para moverse. Jadeante, esta voluminosa y carismática figura se acomoda junto al borde. Sus brazos están tapizados de tatuajes que representan rostros de famosos héroes de famosas revoluciones. Su mujer, de unos cuarenta años, tiene una expresión paciente y bondadosa. Se sienta junto a él. Con una toalla le frota la cabeza. Cuida, amorosamente, del ballenato.

Sorrentino no necesita de efectos. No requiere de cambios bruscos en la trama. No opta por sorprender. Simplemente cuenta una historia bella y humana, que se adhiere a la memoria, que resuena aún días, semanas después de disfrutarla. Y lo hace también gracias a la música que eligió para ese capricho. Como sucedió con «La gran belleza», el soundtrack de «Juventud» es extraordinario.

He leído el libro. He visto la película. Escucho el soundtrack. Y con todo eso reitero la invitación. Te quedan tres horas y veinte minutos para ver esta poesía de Sorrentino. Es esta noche o esperar a que salga a la venta. Sin embargo, verla en el cine es aún mejor. Si es que la perfección tiene escalas.


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