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Pablo A. Cicero Alonzo
Foto: Fabrizio León Diez
La Jornada Maya

Viernes 13 de mayo, 2016

Su esposo se fue a Estados Unidos hace años. Le habla seguido. Le pregunta cómo ha estado, si su hijo, el mayor, ganó en béisbol, o si ya le compró a su hija esos tenis que necesitaba. Ambos se dicen que se quieren, que se extrañan. Él le manda dinero puntualmente. A su esposa e hijos y a su mamá, ya anciana, y a la hermana que la cuida. En lo material, viven mejor.

Los inicios fueron difíciles. Principalmente para él. Lo despidieron de la maquiladora en la que trabajaba desde hacía 12 años, y por más que se esforzó, no encontró trabajo. Ni cerca de su población ni en Mérida, que le queda a dos horas en autobús. Entonces, un pariente lo invitó a irse con él a Estados Unidos. Ahí sí hay chamba, le prometió.

Lo platicó con su esposa, y juntos consideraron que esa era, por el momento, la única opción. Fue una travesía dura y llena de peligros. Lo más lejos que había llegado en toda su vida era precisamente Mérida, ciudad que todavía veía como demasiado grande, demasiado ruidosa. Pasó Mérida. Pasó Villahermosa. Pasó Veracruz. Pasó la Ciudad de México. Y así hasta llegar a California.

Ahí, efectivamente, encontró trabajo. Con su primera paga, saldó las deudas del viaje. La segunda fue íntegra para su esposa. La chamba era dura, pero sabía que todo su esfuerzo se transformaba en una mayor calidad de vida para su esposa e hijos. Y eso lo motivaba a trabajar aún más. Y así pasaron semanas, meses, años. Y la soledad se apoderó de él. ¿Para qué sirve tanto esfuerzo si no estoy con quienes quiero?

Ella, a cientos de kilómetros de distancia, lo presintió. No sabía qué, pero algo raro le pasaba a su esposo. Su voz sonaba cansada, sus respuestas eran cortas y secas. No le dijo que la quería y la extrañaba. Ella igual se sentía sola, sola de él, ya que entre los quehaceres y sus hijos los días transcurrían como agua entre sus dedos.

No lo pensó dos veces. Esperó a que llegara la noche y sus hijos se durmieran. Y se quitó la ropa. Lentamente. Una foto por cada prenda menos. Click. Click. Click. Hasta quedar totalmente desnuda. Hizo cálculos — “dos, tres horas menos de diferencia”—, aguardó con ansias y le mandó las fotos a su esposo. Él se comunicó minutos después. Casi a la medianoche. Con voz entrecortada, agitada lo único que pudo decirle era cuánto extrañaba y quería a su esposa.

Y ese estriptís se hizo tradición. La esperaban con ansias. Con palpitaciones. Ella y él. Así se sentían más cerca. Así se sentían, aún, hombre y mujer; esposos. Vivos. Sus esfuerzos y sacrificios cobraban sentido. La soledad, por instantes, brevísimos instantes, se disipaba en los pixeles de la pantalla de su celular.

Un día, no hace mucho, a ella le robaron su celular. Al principio, pensó que se le había perdido, que lo había olvidado en algún sitio. No le dio importancia, ya que la compañía telefónica le ofreció otro, con el mismo número y a muy bajo precio. Y no le dio más vueltas. No se lo dijo a él ni a nadie. Se la comió, de nuevo, el trajín de los días y los suspiros de las noches.

Todo marchaba con normalidad, hasta que vio a mujeres y jóvenes apuntarla y cuchichear. Los chismes no le asustaban. Eran algo, se puede decir, normal. Como en todos los pueblos. A su paso, se hacían corrillos, la veían de reojo. Al poco tiempo le marcó su esposo. Era aún de día. Hecho una fiera le reclamó y le preguntó a quién le había mandado las fotos. Sólo a ti, amor; sólo a ti, juraba y perjuraba. Pues estás en una página porno ¡Mis compañeros, mis amigos, mis familiares me preguntan si eres una puta!
Sus hijos llegaron llorando de la escuela. El mayor, además tenía golpes en el rostro. Ambos fueron rodeados por burlas y empujones. Sus compañeros le decían, ante la mirada impávida de sus maestros, que su madre era una cualquiera, una mujerzuela… Que aprovechaba que su esposo estaba lejos para estar con otros.

Ella, de nuevo, juró y perjuró. Lloró. Le dio rabia. Se indignó. Y pidió ayuda. Se enteró dónde habían aparecido sus fotos y le dijeron que varias mujeres habían sufrido lo mismo que ella. Algunas, incluso, menores de edad. La instaron a que denunciara. Primero, le dio miedo. Pena. Desconfianza.

Los tipos del sitio web se comunicaron con ella. Pero, ¿cómo me ubicaron?, se preguntó para después caer en la cuenta de que tenían su teléfono. Le dijeron que podían bajar sus fotos si ella les daba diez mil pesos. Ella dijo no. Y fue entonces cuando se decidió a seguir el consejo de quienes la habían ayudado y denunció.

****

En la víspera del Día de la Madre, la Fiscalía emitió un comunicado. En éste se informaba que “mediante un trabajo coordinado entre autoridades estatales, federales e incluso la participación del Servicio de Inmigración y Control de Aduanas de los Estados Unidos (ICE por sus siglas en inglés) fue desmantelado el sitio web www.yucatercos.org, en el cual se exhibía a mujeres, menores de edad y adultas, desnudas o en encuentros sexuales. Además fueron detenidos dos de los presuntos operadores de la página de Internet”. A varios días de este reporte, medios de comunicación locales denunciaron que la página seguía funcionando y promocionando fotos. Tal vez entre estas se encuentren las de la mujer anónima que sufrió, en carne propia, la mezquindad del ser humano. Esa cuyas vergüenzas te narro este viernes.

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[b]Mérida, Yucatán[/b]


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