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Manuel Alejandro Escoffié
Foto tomada de la web
La Jornada Maya

Viernes 13 de mayo, 2016

Shakespeare. William Shakespeare. Me disculpo de antemano si con esta entrada doy la impresión de querer convertir al más conocido escritor de la lengua inglesa en una especie de agente 007 isabelino. Sin embargo, al igual que su compatriota trabajando al servicio secreto de su Majestad, imagino que muchos concordarán con un servidor en que no hay manera de evocar este nombre sin asociarlo con ciertos conceptos específicos. Entre ellos, y en su caso particular, el de un arraigado sentido de reverencia. Shakespeare, según lo que nos han enseñado a creer desde hace varias generaciones, constituye un parámetro de pureza intelectual y artística que cualquier obra de ficción con aspiraciones “serias” debe esforzarse por adoptar como propio. Es el modelo a seguir. La vara con la que todos, sin excepción, han de ser juzgados. Y en muchos aspectos, no me atrevería precisamente a desmentirlo. Después de todo, como bien vale la pena recordar a quienes son demasiado holgazanes como para ir desempolvar los apuntes de literatura que solían llevar durante la secundaria, se trata del primer dramaturgo en retratar el comportamiento humano de una manera realista. Lo anterior, por dondequiera que se mire, merece todo menos ser visto como poca cosa. Sin embargo, en medio de la celebración por los 400 años de su deceso, advierto que el error de querer llevar este bien ganado respeto a niveles de pomposidad y condescendencia constituye el primer factor por el cual muchos acostumbran desarrollar una predisposición a mantenerse lejos de su legado en vez de acercarse con confianza. Negándose a escuchar otras voces que las que acechan en su cabeza frente al mínimo prospecto de establecer contacto: “Shakespeare es profundo por ser solemne”. “Es difícil por ser sofisticado” “Es digno de respeto por ser antiguo” Y más aún: siendo algo antiguo, sofisticado y solemne, conforma también algo que debe protegerse celosamente de las ignorantes masas y de las hordas de filisteos. Casi como sí, mucho más que de una obra literaria, hablásemos de una especie de material radioactivo que necesita manejarse con especial cuidado y delicadeza; so riesgo de muerte. Éste y otros absurdos paradigmas son los que el reto de acercarnos al catálogo shakesperiano nos convoca a desmantelar.

Es mi convicción personal que la clave para poder salir victorioso de tal reto consiste en su inagotable potencial fílmico. Aunque la primera representación registrada de Macbeth antecede a su primer traslado a la pantalla grande por 300 años, me atrevo a considerar la posterior convergencia entre la pluma de Shakespeare y el celuloide como algo destinado a suceder. De hecho, como si la primera hubiese sido diseñada para lo segundo. ¿Qué otra forma de narración (además del teatro) habría sido más cómoda para darle vida física a un ecosistema poblado por brujas, fantasmas, duendes, hadas, demonios y hechiceros que una con los recursos de los cuales el séptimo arte presume? Sobre todo, para subvertir los prejuicios injustamente adheridos con los años a la reputación de estas grandes historias. Razón por la cual, en lo que a variaciones cinematográficas se refiere, mantengo una simpatía particular por aquellas jugando con la fuente original más que rindiéndole ciega pleitesía. Jamás me cansaré de escuchar las tribulaciones de Hamlet; sea por cortesía de Laurence Olivier (1948), de Franco Zeffirelli (1990) o de Kenneth Branagh (1996). Al mismo tiempo, agradezco todos los días que Tom Stoppard haya hecho posible conocer la misma historia desde otro par de ojos en Rosencrantz & Guildenstern Están Muertos, (1990); partiendo de la trama como excusa para abordar otras inquietudes existenciales mucho más allá de las que atormentan al príncipe de Dinamarca; como la ley de la probabilidad y el concepto del libre albedrío. Macbeth estará desarrollándose en Escocia, pero Trono de Sangre (1957) de Akira Kurosawa demuestra que la ambición, el poder y el asesinato no conocen tiempos ni geografías; al igual que la maldad sin límites de Ricardo III, tanto en el medievo ortodoxo de Olivier (1955) como en la ficticia Inglaterra pre-fascista de los años treinta, imaginada por Richard Loncraine (1995). Transformada radicalmente por Peter Greenaway en Los Libros de Prospero (1991), La Tempestad es ya también una ecléctica pintura en movimiento; hibrido audaz de cine, mímica, danza, ópera, animación y todo lo que se le agregue. Romeo y Julieta, la pieza más popular del catálogo, puede serle presentada a un espectador neófito vistiéndola con leotardos italianos (Zaffirelli, 1967), camisas hawaianas (Baz Luhrmann, 1996) o haciéndola bailar y cantar en los barrios bajos de Nueva York (Amor Sin Barreras, de Robert Wise y Jerome Robbins, 1961).

Ciertos puristas no evitarán recibir a éstos y muchos otros ejemplos como experimentos blasfemos en lugar de creativos. Pero al rasgar sus vestiduras no harían más que fortalecer indirectamente el punto aquí planteado: si la materia prima que Shakespeare dejó, fuese sagrada e intocable, hace 400 años habría desaparecido sin rastro, ya no únicamente del mundo, sino de toda conciencia. El hecho de que, después de más de un siglo sometida a tantas “profanaciones”, nuestro aprecio por ella permanezca invicto, sirve para entender que algunos íconos perduran, no gracias a la cultura humana; sino a pesar de la misma.

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Mérida, Yucatán


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