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Carlos Luis Escoffie Duarte
Foto: Rodrigo Díaz Guzmán
La Jornada Maya

Al final de un capítulo de Los Simpsons, a Homero y vecinos los engaña un delincuente para cavar en un sitio donde, supuestamente, hay un tesoro. Llegada la noche, los ingenuos se dan cuenta de que no sólo no había tesoro, sino que el agujero era tan profundo que era imposible salir de él. “¿Y ahora como salimos?”, pregunta alguien. Homero responde y es obedecido: “¡Pues cavando!”. Retomo esta escena de irracionalidad para ilustrar una de las causas por las que no logramos salir de esta cloaca de violaciones a derechos fundamentales en el país.

La crisis de derechos humanos en México está acompañada de discursos que la justifican consciente o inconscientemente. Pongamos como ejemplo los casos de tortura, la cual goza –aunque nos sorprenda- de aprobación popular. Hace un par de semanas se difundió, por distintos medios los resultados de un estudio realizado por la Comisión Ejecutiva de Atención a Víctimas y la UNAM: sólo el 35 por ciento de los encuestados dijo estar en desacuerdo o muy en desacuerdo con que la tortura es una medida “necesaria y aceptable”, que debe ser aplicada en determinados casos.

El resultado de esa encuesta refleja un contexto que uno fácilmente puede constatar en su vida diaria: hay un sector importante de gente que, si bien comparte la desconfianza a determinadas instituciones, las apoya al ejercer prácticas contrarias a las aún celebradas y homenajeadas reformas en materia penal y de derechos humanos. Ese panorama ha facilitado, en gran medida, la campaña de desprestigio contra ONG’s de derechos humanos por “defender a delincuentes e ignorar a las víctimas” al exigir justicia por casos de tortura –como recietemente han hecho en contra del Centro Agustín Prodh y Tlachinollan.

Para transitar hacia la paz debemos combatir los discursos que actúan como caldo de cultivo para esas y otras prácticas que dañan el Estado de derecho. No podemos limitarnos a conjurar el fantasma de la corrupción (en abstracto) para explicar el incumplimiento de la ley, sobre todo aquella referente a derechos humanos. Muchas veces la ley es incumplida porque hay una disonancia entre su postulado y lo que culturalmente es aceptado por una comunidad. En México hay fe en la tortura como medio para la justicia y apostasía hacia la presunción de inocencia.

No puedo concluir sin abordar otro ejemplo inevitable: el uso excesivo de la fuerza, como ocurrió en Chablekal, Yucatán esta semana. Hay que subrayarlo, ya que se había logrado la diligencia de desalojo, a pesar el revoltijo de fragmentos de videos que se difunde. En el país no son pocos los casos como éste, en el que con tal de perseguir un fin –sea legal o ilegal; legítimo o ilegítimo- se trata de justificar el uso de medios inaceptables. Pero entre la población también surgen voces como “si los detuvieron, es que algo hizo, ni que le traten como príncipe”.

Con ambos ejemplos –aceptación de la tortura y la justificación del uso excesivo de la fuerza- se deja ver uno de nuestros principales problemas: queremos alcanzar los niveles de institucionalidad y seguridad de Finlandia o Noruega, pero nos resistimos a imitar sus buenas prácticas y seguimos justificando las que nos trajeron al sitio en el que nos encontramos. Pero aquí estamos, defendiendo a capa y espada que para salir del agujero hay que seguir cavando.

Twitter: @kalycho
Mérida, Yucatán
Lunes 9 de mayo, 2016


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