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del

Manuel Alejandro Escoffié
La Jornada Maya

4 de marzo, 2016

Asumo que para cuando estas líneas sean publicadas, mucho ya se habrá comentado hasta el cansancio sobre la ceremonia de los Premios de la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas de Hollywood que se llevó a cabo el pasado domingo 28 de febrero. Concretamente, mucho se habrá dicho acerca del triunfo de Alejandro González Iñarritú en la dirección, co-producción y co-escritura de [i]El Renacido (The Revenant)[/i]. Las redes sociales habrán estallado en palmas laudatorias hasta romper techos,[i] hashtags[/i] con la leyenda “todos somos revenant” se habrán compartido como trozos de pan para palomas en el parque, memes satirizando en buen espíritu el momento habrán desfilado en la red como estrellas en el cielo, y más de un contacto mío en Facebook habrá compartido y re-compartido fragmentos de su discurso de aceptación…En resumidas cuentas, González Iñarritú habrá pasado a ser, de acuerdo a millones de personas, un héroe nacional. En casos extremos, quizás hasta un Dios. O al menos un Mesías. Aquel que logró finalmente redimir nuestro complejo colectivo de inferioridad por ser mexicanos. Por esta y otras razones, la ceremonia bien pudo ser la final de la Copa Mundial Cinematográfica de Futbol, con Iñarritú en el rol de nuestro Pelé o nuestro Maradona.

Ahora bien, siempre he tenido enormes dificultades para creer en dioses o en mesías. Ya ni se diga en la validez de los criterios de selección ejercidos por la academia. En lo que a mí respecta, por lo menos desde la perspectiva de merito artístico, el Oscar posee tanta importancia como los títulos de nobleza europeos: bonitos e impresionantes, pero a final de cuentas definiendo mil veces más a quienes los otorgan que a quienes los reciben. Sin embargo, no dedico hoy estas letras a debatir sobre la legitimidad de dicho galardón o la falta del mismo. Escribo más bien para manifestar, a quien se encuentre dispuesto a leer, mi profunda consternación por aquello que percibo no como el orgullo comprensible de una nación ávida de campeones, sino como un entusiasmo ciego y salvaje que nos incapacita para percibir con claridad unas cuantas consideraciones. Entre ellas, el que la victoria de aquella noche fue para un hombre y no para un país. Que se trataba de una gala hollywoodense y no de una sesión de la ONU transmitida a nivel mundial. Que Iñarritú, lejos de ser embajador o diplomático, es un cineasta; y que si llegó a donde se encuentra en este momento fue gracias a las habilidades de su profesión, y no por el contenido de su pasaporte o de su acta de nacimiento. O, a diferencia de lo que muchos asumen en el colmo de tal euforia infantil, que [i]The Revenan[/i]t es una producción tan de México como [i]Amadeus[/i] lo sería de Checoslovaquia. Que la “Santa Trinidad” de Cuarón, Del Toro e Iñarritú no está en la actualidad dándole al mundo cine mexicano, sino un cine hecho por hombres nacidos en México.

Aplaudo y celebro el éxito de Iñarritú tanto como cualquier persona. Pero no a costa de que el brillo dorado y vacío de los Oscar nos ponga una venda en los ojos; al punto de querer imponerle a cada paisano famoso la injusta obligación de cargar con nuestra bandera.

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