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Pablo A. Cicero Alonzo
La Jornada Maya

11 de febrero, 2016

[i]Miss Congeniality[/i], o Señorita Simpatía, es uno de los premios de consolación más codiciados en los concursos de belleza, desde [i]Miss Universe[/i] o [i]Nuestra Belleza[/i], a [i]Señorita Ticul[/i] u Oxkutzcab. Se impone la banda y la reluciente —y chafa— tiara a las chicas que destacaron por su cordialidad y compañerismo, las que fueron más populares entre sus compañeras.

Y lloran de la emoción. Y se llevan las manos al rostro. Y dan brinquitos de alegría. Y, como colmena, la ganadora y sus compañeras se fusionan en un abrazo eterno…

Con este antecedente se puede asegurar que la política mexicana, en general, y la yucateca, en particular, se ha convertido en un interminable concurso para elegir a nuestra propia [i]Miss Congeniality[/i]. Uno de los defectos de nuestra democracia es que no gana el mejor candidato, sino el más popular, y bajo esa premisa nuestros políticos se esmeran más en caer bien que en presentar los mejores planes de trabajo.

Es mucho más redituable una fotografía del candidato abrazando a una mujer —si es anciana o indígena, mucho mejor— que impulsar un proyecto viable y realista para reducir, por poner un ejemplo, la pobreza. Para lo primero, únicamente se requiere un fotógrafo y alguien a quien abrazar; para lo segundo, visión y un equipo de expertos.

Las elecciones de los gobernantes reducidas a una pasarela, en donde a la sempiterna factoría de Barbies de Televisa se le unió recientemente la de Kens en el Estado de México, que su primer modelo, para muchos fallido, Enrique Peña Nieto se impuso la banda, no sólo de [i]Miss Congeniality[/i] sino presidencial.

Y lloró de la emoción. Y se llevó las manos al rostro. Y dio brinquitos de alegría. Y, como colmena, el ganador y sus compañeros se fusionaron en un abrazo eterno…

Todo lo que gira en torno a la política y gobierno es una velada carrera de popularidad. Si nos remontamos al semillero de los actuales mandamases del estado, la grilla estudiantil de la UADY, se observa un patrón que se ha trasladado a la [i]realpolitik[/i]. Las elecciones universitarias se ganan, en parte, por los que dan las mejores fiestas y reparten más promesas; un desfile de fantasía invade las aulas donde se forman los futuros profesionales.

Y es por esa razón por la que recientemente sufrimos un tsunami de tinta relacionado con el Carnaval. Un titánico esfuerzo implicó para la Comuna ofrecer esta fiesta de pueblo, tanto o mayor que el que le pusieron sus opositores, abiertos y en la sombra, para demeritarla. Sí son muchos los que añoran los días en los que podían tomar cerveza y orinar en Paseo de Montejo y disfrazarse de mestizas, pero son más los que utilizan esta morriña para descalificar al ayuntamiento, acusándolo de llevar la fiesta al monte.

En resumen, los eventos populares se convierten en un pugilato en donde se suman y restan puntos para convertirse en el o la más popular, que a la postre se traduce en más o menos votos. Todo se reduce a eso.

Las descalificaciones al carnaval meridano fueron inversamente proporcionales a la caída que sufrió el índice de calificación del gobierno del estado por la caótica forma en la que hizo frente al chikungunya. Asimismo, ante la descalificación barriobajera de las fiestas municipales surgió una virulenta denuncia del derrumbe de una casona en los terrenos donde se construirá el nuevo centro de convenciones. Al golpe bajo se le responde con otro; zancadillas entre muñequitas de porcelana que pelean como gatas por esa corona y cetro de fantasía.

Y en ese revolcón de adolescentes se escuchan igual desplantes de púberes: “Si apoyas que el Carnaval se haya trasladado a Xmatkuil es porque eres rico, fresita”, “¡Tu silencio es cómplice! ¡si no alzas la voz ante el derrumbe de la casona es porque no quieres a tu ciudad! ¡Hipócrita!”. Un discurso maniqueísta, monocromático, de buenos y malos; simplista e infantil, del tipo de las preguntas de los concursos de misses: “¿Qué opinas de la paz mundial?”.

A eso se reduce nuestra vida y participación pública: a un concurso de belleza y popularidad en la que escandalosas, mercenarias porras, nos dicen quién es el mejor. Yo, por eso, he decidido votar por el candidato más feo y antipático —o fea, con [i]chronic bitch face[/i]— con el que me tope; el que no abrace ni niños ni abuelas, el que no baile ni me regale nada. Por eso únicamente me fijaré en sus planes y proyectos, de quienes se rodea, si le da más importancia a lo que la gente necesita antes de lo que hace o dice el contrincante.

Valoraré principalmente qué piensa hacer con el problema del transporte público, y si sus propuestas son viables y no las recita únicamente para obtener votos; cómo piensa mantener la seguridad en el estado y cómo combatirá la pobreza, esperando que su estrategia no se limite a la entrega de pollitos y chamarras.

No estoy inventando nada; creo que lo que haré fue lo mismo que ya hicieron los uruguayos en las elecciones en las que ganó Pepe Mujica. En tanto, a [i]Miss Congeniality[/i] la dejaré cuando quiera ver una película palomera y reírme de las payasadas de Sandra Bullock.


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