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Pablo A. Cicero Alonzo
Foto: Rodrigo Díaz Guzmán
La Jornada Maya

28 de enero, 2016

En el mapa de la seguridad de Yucatán parpadean, con urgente insistencia, varios focos rojos. Es fácil ubicarlos, en parte porque son excepciones… Por el momento, estos focos rojos son colonias marginadas del sur profundo de Mérida, barrios satélites de Progreso, específicamente Flamboyanes y Paraíso, y municipios del interior con alto índice de migración.

Son los guetos progreseños los que podrían calificarse de territorios comanches yucatecos. Ahí, décadas de abandono gubernamental se ven reflejadas en pobreza y falta de seguridad. La ausencia de servicios es inversamente proporcional a los altos índices delictivos. Los jóvenes, cuyos horizontes se reducen a las pandillas, sólo tienen dos opciones: delinquir o escapar.

El cáncer de la inseguridad se presenta en esos territorios, y si no se hace algo al respecto, se corre el riesgo de una metástasis; al fin y al cabo, el crimen se abre camino, no se puede contener en una demarcación tan confusa y débil como los trazos que dividen una ciudad y un estado.

El caso puntual de Flamboyanes es paradigmático. Este sitio comenzó a desarrollarse en la década de los ochenta del siglo pasado, pero fue hasta finales de la misma cuando comenzó a poblarse. Después de la furia del huracán Gilberto, muchas familias progreseñas encontraron, en la sombra de ese nuevo fraccionamiento, la calma.

A esta primera migración se unió otra, promovida por el gobierno federal, para reubicar a los vecinos de la ciénaga tierra adentro. A ellos se les unieron, con los años, familias que llegaron de comunidades de Tabasco, Campeche, Alvarado, Veracruz y Chiapas, para trabajar en la pesca, y ocuparon, principalmente, casas abandonadas.

La lejanía de Flamboyanes con su cabecera no sólo es geográfica. Este experimento de colonia dormitorio fracasó, como hoy queda patente. Ahí y en otra comisaría con aspectos semejantes, bautizada irónicamente como Paraíso, en estos momentos son zonas francas, una especie de “corte de los milagros” que lo mismo sirve de refugio que de escenario para cometer delitos. Las familias que viven ahí han tenido que adaptarse a ese peligroso ecosistema, que desentona completamente con el discurso oficial de que Yucatán es la entidad más segura de México.

Una invisible línea se cruza al adentrarse a esas colonias; donde incluso, se erigen oratorios a la Santa Muerte. La cultura que gira en torno a ese submundo ha encontrado en esos sitios una tierra fértil en la cual florecer. Blindados en sus ciudadelas amuralladas, lo que en realidad son las nuevas privadas que se erigen en la capital, se prefiere hacer caso omiso que actuar en consecuencia.

Se susurran los nombres de esos accidentes, de esos lunares en silencio, con miedo a invocar alguna desgracia. Desterrados de la realidad y de la consciencia social, la oscuridad continúa cubriendo esas comunidades, haciéndose cada vez más densa; pequeños campos de concentración en donde el futuro de sus moradores está escrito por la indiferencia de sus vecinos. Es decir, no sólo las autoridades han dejado a la mano de Dios —y del diablo— estos sectores; la sociedad civil prefiere también mirar hacia otro lado. Sin embargo, esta situación ha cambiado en los últimos años. Varios grupos de ciudadanos ya se percataron de que la tarea de pacificar esas zonas es tan complicada que el gobierno no puede solo; necesita ayuda, y mucha.

Por medio de diversos programas se intenta revertir una situación que ya presentaba matices alarmantes. Se podría definir como filantropismo, cuando en realidad es un acto de sobrevivencia. La buena noticia es que ya se dieron los primeros pasos; la mala, es que el camino es largo y con un sinfín de obstáculos. La voluntad no basta.

Más y mejores servicios públicos, escuelas de calidad, parques iluminados y centros deportivos y culturales, actividades que fomenten la convivencia familiar, centros y programas de salud, información para prevenir el delito, seguridad, talleres de capacitación para jóvenes y adultos, oportunidades de empleo, transporte público de calidad… Son muchísimas
las cosas que se requieren hacer para cortar, de un tajo, el círculo vicioso que hace que esos puntos en el mapa yucateco sean actualmente leprosarios de criminales, Islas Marías en donde se condena a futuro a inocentes, cuyo único delito es haber nacido ahí.

En estas mismas páginas, el arzobispo Gustavo Rodríguez Vega reconoció la difícil situación de esas comarcas, y abordó de manera somera las actividades que realiza la Iglesia para resarcir el daño. Le espera, y valga la expresión, un viacrucis, teniendo en cuenta que la fe ha sido desterrada de ahí. En otros foros, también han manifestado su preocupaciones autoridades, como el fiscal Ariel Aldecua Kuk.

Y es que no es para menos: sitios como Flamboyanes y Paraíso pueden ser el germen de algo mucho más peligroso.
El Chapo Guzmán y varios de sus macabramente célebres colegas no aparecieron por generación espontánea, son productos de sus circunstancias y del ambiente en donde nacieron y se criaron. La cuna de los criminales en México se llama Badiraguato, y está en Sinaloa. Tal vez la historia de ese poblado tenga mucho en común con los que hoy protagonizan esta columna, esos territorios comanches a los que nunca nos atreveríamos visitar cuando llega la noche.


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