Eliana Arancibia Gutiérrez
Tan solo unos días después de que la Organización Mundial de la Salud declarara que el Covid-19 se había convertido en una pandemia global, la Secretaría de Educación Pública en nuestro país decretó la suspensión de las clases en todos los establecimientos de educación básica, media y superior dependientes de su sistema, a partir del 15 de marzo de 2020.
Las universidades autónomas, empezando por la UNAM, resolvieron tomar la misma medida y continuar la enseñanza de manera virtual; súbitamente, directivos, docentes y estudiantes tuvimos que encarar una disrupción compleja y extraordinaria. Y lo hicimos, en la mayoría de los casos, con muy escasas herramientas, pues a pesar de que el llamado e-learning era ya una realidad desde hace varias décadas en México, estos entornos educativos funcionaban como modalidades excepcionales, cuyos códigos tecnológicos y pedagógicos eran hasta entonces conocidos por muy pocos.
Por ello, aunque la transición operó a gran velocidad, el proceso no ha dejado de tener matices críticos, en principio, para profesores y profesoras que apenas conocíamos las tecnologías que facilitan la docencia virtual y que carecíamos de capacitación en los métodos, didácticas y formas de evaluación de este tipo de enseñanza. Desprenderse del formato canónico de las clases presenciales ha sido tarea difícil: sincronía del tiempo y espacio, horarios fijos, contenidos extensos, evaluaciones convencionales; tampoco ha sido fácil sortear la imposibilidad de llevar a cabo actividades fundamentales para la formación profesional y que exigen presencia: prácticas de laboratorio, trabajo experimental, salidas al campo, entre otras.
Del lado de los estudiantes, la complejidad no es menor, empezando por las enormes desigualdades socioeconómicas que condicionan su acceso a la educación virtual; en ese sentido, Lloyd (2020) documenta que, en México, de los estudiantes que provienen de familias del primer decil de ingresos, 55 por ciento no tiene Internet ni computadora en casa, mientras que, para el decil más rico, la cifra es de apenas 2 por ciento, según la Encuesta Nacional de Ingresos y Gastos del Hogar (ENIGH) 2018; es decir, existe una brecha digital de 25 a uno. En promedio, 18 por ciento de estudiantes de las universidades públicas y privadas no tiene acceso a ambos servicios, lo cual implica que uno de cada cinco no pueden tomar clase desde sus casas.
Pero la desigualdad no se da solamente en cuanto al acceso a red y dispositivos tecnológicos, resultan igualmente preocupantes las asimetrías en cuanto a competencias digitales, comprensión lectora, cultura científica y humanística. Y, más allá de su condición socioeconómica, aunque nuestros estudiantes pudieran ser llamados “nativos digitales”, en la práctica lo son más en sus interacciones sociales que en los usos formativos de la tecnología, y al igual en que sus docentes, persisten expectativas más clásicas de la formación universitaria.
Las adversidades están lejos de superarse y, al cabo de un año de contingencia, las universidades públicas han aprendido lecciones que deben traducirse en cambios y acciones, pues avanzar en la creación de espacios virtuales de enseñanza-aprendizaje es una necesidad que trasciende a la pandemia.
De ninguna manera estamos frente al ocaso de la presencialidad, la cual es imprescindible para la formación, no obstante, asistimos a una transformación de las prácticas educativas que requiere innovaciones institucionales: nuevas políticas, normativas, orientaciones pedagógicas, modelos didácticos, servicios tecnológicos y plataformas especializadas.
Y lo más importante, una renovación ética que defina el sentido de las intervenciones que tendrán la digitalización y la inteligencia artificial en la formación universitaria. Síganos en ORGA: http://orga.enesmerida.unam.mx/.
Edición: Elsa Torres
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