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del

Niño, zurdo y Rojo

Leer los tiempos
Foto: Jesús Villaseca

La España de la posguerra, esa que le tocó vivir a Vicente Rojo en su infancia y en su primera adolescencia, hasta los 17 años, fue la de una dictadura feroz, la de una devastación oscura que la venganza sistemática del tirano se dedicó a ennegrecer aún más.

La educación, que había sido timbre de orgullo del proyecto republicano se convirtió en el espacio privilegiado para la venganza del franquismo. Y Vicente Rojo fue objeto de esa barbaridad a la que el franquismo sometió a los niños españoles. Un continuo lavado de cerebro, cruel, sin tregua, con el objeto señalado de romper en ellos cualquier naturalidad y cualquier sueño. Sólo el terror a la autoridad para volverlos dúctiles: la pedagogía del fascismo.

Y en la inmensa mayoría de los hogares, el hambre. El hambre, el frío y también el miedo. Niños ya traumatizados por los bombardeos que Vicente Rojo recordaría muchas décadas después en su serie sobre el Paseo de San Juan. Sobre todo, en Vuelo nocturno, de esa serie, se revive el horror de aquellos bombardeos presentes en su memoria estoy seguro que hasta el último momento.

Perfecta víctima para la crueldad de la escuela fascista, Vicente era zurdo y toda diferencia, para ellos, debía ser condenada. Así que le ataban el brazo izquierdo para obligarlo a utilizar la diestra. En un reciente y hermoso texto, Juan Villoro habla de esa tortura y del orgullo que sentía Vicente porque no lo consiguieron.

Creo que ese niño, tímido de por sí, traumatizado por sus recuerdos de guerra y con un brazo atado, seguramente quería pasar desapercibido para sobrevivir. Pero cómo hacerlo con su apellido. Rojo era tanto el sustantivo que distinguía a los vencidos como el calificativo para insultarlos. 

Y él no era un rojo cualquiera. Llevaba el nombre del Jefe del Estado Mayor republicano, el último defensor de Madrid. Rumiaba en silencio el orgullo de su diferencia, el orgullo de su nombre y el orgullo de su estirpe, estirpe de los vencidos, hasta que pudo gritarlos al llegar a México, en ese silencio desde el cual gritan los niños tristes. Y reír por fin. Porque reía sin perder la mirada de niño triste. Ejercía el humor pero, rodeado de amigos prontos a la carcajada, el suyo era un humor discreto como él mismo y eficaz. 

Pude compartir con él timidez y silencios y, aun en las sonrisas, sentí que la tristeza del niño de posguerra continuaba en ese enorme artista que no sólo encontró a su padre sino la luz de México y la libertad. Aquí pudo respirar, por fin, y conoció al llegar a un gran pintor bastante olvidado tanto en México como en España, al quien siempre citaba, el manchego Miguel Prieto.

Aunque murió cuando yo no tenía más de diez años, recuerdo muy bien tanto a Miguel Prieto como al andaluz encantador que era Juan Rejano. Acompañaba a mi padre a dejar sus reseñas de libros al Suplemento cultural de El Nacional, que dirigía Rejano y diagramaba Prieto. Se murió muy pronto, después supe que por un cáncer terminal, y dejó a todos abrumados ante la noticia. Mi padre no creía que yo pudiera recordarlo y, sin embargo, todavía tengo presentes su “mirada azul” y su “cara de niño bueno” como el Capitán Ximeno de Pedro Garfias. 

Pero no me perdí en la memoria de mi propia infancia al hablar de la que cargaba siempre consigo Vicente Rojo. Simplemente quería subrayar que Miguel Prieto era otro niño, un niño que hizo títeres con Lorca o La Tarumba y fue precisamente él quien acogió al Vicente adolescente cuando llegó a México. 

Miguel Prieto fue el primer maestro de Rojo y, por lo tanto, el fundamental. Con ese fundamento surgió el inmenso artista que añoramos.

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Edición: Ana Ordaz


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