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Fabrizio León Diez
La Jornada Maya

Domingo 2 de diciembre, 2018

Cuando el sábado llegué a Los Pinos y sin acreditación pude pasar como Juan por su casa, caminar hasta La Pérgola y sentarme en el pasto para ver y escuchar el discurso de AMLO como presidente, una sensación de ansiedad se compartió con el bato sonorense que a mi lado le dijo a su morra: "¿sabes qué, bonita? Mejor vamos a ver las pinshes casas, no vaya a ser que se arrepientan y la vuelvan a cerrar".

Ya era medio día y decenas de familias, parejas, viejos solos, mujeres en pareja, ciclistas y fans del nuevo gobierno con muñecos del Peje paseaban por los jardines y el museo del Estado Mayor, donde se encuentran los autos descapotados que se usaron para las tomas de posesión y que a un lado erigieron un monumento, a sí mismos, y ahí bordaron en letras la leyenda: !Al presidente nadie lo toca¡

Ya eran las 12 y el nuevo Presidente terminaba de ponerle una tremenda paliza a los neoliberales y Peña Nieto se veía incómodo, cuando una pareja de ancianos se quitó los zapatos y ambos caminaron por el pasto del enorme jardín de Chapultepec que se mantuvo privado por décadas, siendo un bien público. Hacía calor y el día merecía una mayor atención y, también hacía sed.

Cerca de Los Pinos encontramos una vinatería y allí una pachita de Viuda de Romero y tabacos Delicados, que bien nos sirvieron para hacer uno de los recorridos que será de los más celebrados de este sexenio, por la casa del poder, pasado. Un trago y humo antes de caminar por la avenida donde están las desiguales esculturas de los presidentes. La más nueva, de Enrique Peña Nieto, merece frescas expresiones de los visitantes: "¡Ay Kike!". La de Salinas de Gortari merece selfies. Nadie pela a Fox ni a los otros, pero adelante, donde están plantados otros bustos de insignes políticos nacionales. Está Luis Donaldo Colosio, quien recibe un abrazo y el llanto del paisano de Hermosillo, quien con su morra no inhibe sus expresiones norteñas, como la que exclamó frente al amplio ropero de la recamara presidencial: ".... se shevaron todo, mi amigo".

Mientras en el Zócalo hervía el fervor, la calma imperaba en Los Pinos, donde un cuarteto de jazz afinaba con Dave Brubeck, bajo el enorme candelabro de la casa presidencial Miguel Alemán, cuyas escalinatas clásicas de una mansión, eran recorridas por cientos de observadores que caminaban pausados hacia la recamara principal, donde durmió noches incompletas el último presidente de México y la primera dama. Sin cama, ni burós, la habitación vacía luce una luz espectacular y sus ventanas dan a un jardín de ensueño.

Ahí el silencio es mayor que la imaginación. Todas las preguntas saltan tanto como el morbo. ¿Dónde estaba la cama? Atinados murmullos y el tiento para acercarse a la ventana y quedarse bajo esa luz que sólo en las películas vemos, como aquella que filmó Bertolucci sobre la Ciudad Prohibida, en la China imperial.

Y otra vez el sonorense aparece y le da un arrimón a la morra, que responde de buen ánimo y lo inhibe cuando se deja abrazar y le contesta: ".... si todavía huele, mi amor".

Un enorme museo vivo sin pretensiones. Un paseo por los despachos privados, enormes salas de juntas perfectas, retratos de quienes gobernaron, sótanos y salas. En una de ellas un José María Velazco de antología.

En el famoso Salón Venustiano Carranza, un grupo de jóvenes mariachis canta al tiempo que sonríe una decena de mujeres al violín. Los soldados que custodian se ven contentos. "Fue un cambio radical", me dice el que cuida la puerta principal del balcón y ve sin alterarse que prendo un cigarro, me apaño una esquina, donde hablo por teléfono con mi editora y apuro un trago de la pachita de tequila, pero quien me descubre es el oriundo de Hermosillo, que con su morra se acerca y me espeta; "Ah raza, ¡presta!".

En la terraza de la casa presidencial, donde se tomaron las decisiones frente al hermoso jardín de Chapultepec, junto a una perfecta maceta, apagué mi cigarro, volteé con pena por mi falta de educación y sólo encontré al bato con su morra que se empinaba el frasco de Viuda de Romero y volvía a repetir; "¡Esto está con madre, ¿verdad bonita?!", y la morra al asomarse y ver la larga fila formada para entrar a este nuevo museo, le arrebató el pequeño pomo y fulminó; "¿Y a dónde se habrán llevado todo?".

Así que bien vale la pena ir a la Ciudad de México y pasear por los que muchos conocimos como Los Pinoles. Un viaje.

[i]Ciudad de México[/i]
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