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Felipe Escalante Ceballos
Foto: Acom
La Jornada Maya

Lunes 26 de noviembre, 2018

Por razones de trabajo, el abogado Julio Mejía Salazar tuvo que trasladarse por la vía aérea a Chetumal y, como siempre, me llevó con él como su fiel escudero. Durante toda la jornada hábil hicimos las diligencias necesarias para impulsar el juicio que nos interesaba y, concluidas nuestras gestiones abogadiles, pernoctamos en la antigua Payo Obispo, pues el vuelo de retorno sería al día siguiente por la tarde.

Llegado el nuevo día, don Julio y yo desayunamos en el restaurante Campeche, ubicado en una de las antiguas casas que se salvaron de la furia del ciclón Janet, que asoló Chetumal en 1952.

Satisfecha la primaria necesidad de alimentación, el licenciado Mejía me indicó que tenía que entrevistarse con el abogado Héctor Sansores Pacheco, quien fungía como defensor público federal en el único juzgado de distrito de la capital quintanarroense, para encomendarle la vigilancia del asunto que nos ocupaba.

Llegados al templo de la justicia federal, avistamos al licenciado Sansores Pacheco al fondo de una sala, donde platicaba con otras personas, incluyendo dos policías y un sujeto al parecer puesto a disposición del juez. Al vernos, el abogado Héctor vino a nuestro encuentro y rápidamente se puso de acuerdo con el Maestro Mejía para cumplir con la encomienda que se le daba.

En eso entró a la sala el juez de distrito, un hombre moreno, de unos cuarenta y tantos años, alto y algo fornido, quien intercambió unas palabras con las personas que participarían en la diligencia que iba a iniciarse, y luego llamó al defensor Sansores para que pasara a ocupar su lugar en la audiencia.

Al vernos al abogado Mejía y a mí, el juez nos preguntó si teníamos alguna participación en la diligencia. Al recibir una respuesta negativa, el resolutor federal nos indicó: ¡Si no tienen nada que hacer aquí, hagan el favor de retirarse!

Quise responder al juez que, conforme a la ley, la audiencia era pública y podíamos permanecer en la sala como espectadores, sin intervenir en la diligencia, pero don Julio rápidamente me tomó de un brazo y me dijo: Pilo, tiene razón el juez, vámonos, nosotros sólo estamos paseando.

Ya en el pasillo para dirigirnos a la salida, me quejé con el licenciado Mejía de nuestro indebido desalojo de la sala de audiencias.

El Maestro me indicó: ¿Pilo, no ves que el hombre está nervioso? Debe de tratarse un asunto muy grave, tal vez narcotráfico. Te voy a dar un consejo, el abogado debe pelear por el derecho y la justicia, pero no inmiscuirse en asuntos ajenos. No pierdas el tiempo con casos en los que no tienes interés legal. Nuestros combates deben ser contra causas injustas, no contra molinos de viento.

Un año y varios meses después recibí una llamada telefónica de una secretaria del juzgado primero de distrito en Mérida. Había planes de abrir un segundo juzgado federal en esta ciudad y el juez que se haría cargo de ese tribunal estaba entrevistándose con aspirantes a colaborar con él. Alguien me había recomendado y el titular de ese nuevo juzgado quería hablar conmigo.

Acudí al edificio de la justicia federal, situado en ese entonces en la colonia García Ginerés, frente a la entrada a la colonia Pensiones y, para mi sorpresa, el juez que reclutaba al futuro personal era mi antiguo conocido de Chetumal.

Tras breve conversación le dije al licenciado Francisco Velasco Santiago, -nombre de ese personaje-, que yo había renunciado a un cargo en el poder judicial de Yucatán, precisamente para dedicarme al ejercicio privado del derecho, y no me interesaba colaborar con la justicia federal.

Tras mirarme detenidamente, el licenciado Velasco me dijo tener la impresión de que me había visto en algún lado, por lo que aproveché para recordarle al servidor público federal nuestro incidente en el juzgado de distrito de Chetumal. Cuando don Francisco lamentó el hecho, lo atajé diciéndole que tenía razón al pedir nuestro retiro de la sala de audiencias y le invoqué las sabias palabras del licenciado Mejía.

El juez y yo nos despedimos en buenos términos y, a través de varios años de práctica profesional, cada quien en su área, don Francisco y yo llegamos a tener una buena amistad, al grado de que, cuando fue enviado a Chiapas para ser presidente fundador del Tribunal Colegiado de esa entidad, en los períodos de vacaciones visitaba a su familia que se quedó a residir en Mérida.

En sus venidas a esta ciudad, en dos ocasiones el licenciado Velasco me trajo sendas bolsas de un kilo de un exquisito café producido en Jitotol -su pueblo natal- de calidad de exportación. Y cuando por disposiciones de la Suprema Corte de Justicia fue enviado a Sonora, a su vuelta a Mérida, ya jubilado, me obsequió un paquete de la deliciosa carne seca (machaca), para disfrutarla con huevos y frijolito “kabax”. Algunas veces me visitó en mi oficina para compartir una sabrosa charla sobre temas jurídicos.

Al ocurrir el fallecimiento del magistrado Velasco, mi amistad con él me fue refrendada por su familia. Actualmente, con cierta pena, en mi despacho jurídico llevamos los trámites judiciales por la sucesión testamentaria del abogado Velasco Santiago, quien fuera chiapaneco de origen, yucateco por voluntad propia y excelente amigo. Descanse en paz.

[i]Mérida, Yucatán[/i]
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