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José Ramón Enríquez
Foto: Afp
La Jornada Maya

Viernes 16 de noviembre, 2018

David Foster Wallace escribió [i]La broma infinita[/i] en 1996 y se suicidó en 2008, hace justo diez años, de modo que no conoció a Donald Trump como presidente. Sí pudo verlo como dueño del Concurso de Miss Universo (desde 1996, mismo año de [i]La broma infinita[/i]) y como estrella de [i]The Apprentice[/i], el reality show de la [i]NBC[/i]. No lo conoció como presidente pero lo profetizó.

Creo que en el horror, en el humor ante el horror involuntario y en el brutal escarnio a la sociedad blanca estadounidense de la distopía de Foster Wallace está anunciado el actual ocupante de la Casa Blanca, producto de la televisión más amarillista, que es perfectamente capaz de inventar realidades alternativas, de creerse sus propias mentiras y de lapidar con su lengua imparable no sólo a los enemigos propios o creados sino también a esos aliados que caen o son expulsados por él mismo de su gracia.

Son tiempos “químicamente problemáticos” los de la ONAN (Organización Norteamericana de Naciones) en [i]La broma infinita[/i] de Davis Foster Wallace, igual a como lo son nuestros propios tiempos por los cuales transcurrimos un poco a ciegas y otro poco fiados en que la inercia mantendrá las cosas en su sitio al menos durante un tiempo razonable. Un tiempo razonable para los que estamos viejos pero menos razonable para los jóvenes y prácticamente caótico para las futuras generaciones.

A Trump, lanzado a la palestra como un bufón por la televisión, se parece en mucho Johnny Gentle el [i]crooner[/i] que se vuelve dictador del país más poderoso del mundo para crear la realidad “onanista”, con Canadá al norte y México al sur, en un nuevo mapa de su dictadura incoherente y, en todos los sentidos posibles de la palabra, nauseabunda.

"Johnny Gentle", descrito por Foster Wallace como “cantante de salón convertido en estrella quinceañera convertido en héroe del cine B... luego, en su posterior vida pública, fue promotor artístico con peluca desinfectada y jefazo del sindicato del entretenimiento, agente de autores sensibleros al estilo de Las Vegas y capo del perverso Gremio de Vocalistas Aterciopelados, el sindicato de individuos bronceados y con cadenas de oro”. ¿Reagan o un primo cercano de Donald Trump? Quizás su doble encarnado en maléfico como desdoblamiento de cualquier héroe de Marvel, que en la necesidad de una palanca en el devenir “milenario de una época norteamericana muy oscura, el hombre saltó a la política nacional”. Sí, como Donald Trump.

Cuánta falta nos hace hoy la acritud y la puntual inteligencia de David Foster Wallace para narrar nuestro presente visto desde un futuro tan cercano que se confunde y nos confunde.

Pero el extraordinario escritor a los 46 años se cansó de estar triste (“todo el mundo insistía en que era un libro muy divertido, cosa que no entendía y me intrigaba, pero honestamente también me decepcionaba, porque para mí el sentimiento dominante del libro es de una inmensa tristeza”, confesó a Eduardo Lago). Nos dejó una novela con más de mil páginas que vale la pena leer, para releer algunos párrafos herméticos con la paciencia de un exégeta y la certeza de que la nuez escondida es hilarante y enriquecedora al mismo tiempo. No en balde algunos ubican la novela como realismo histérico.

La familia, ejemplarmente disfuncional, procreada por el cineasta amateur James Incandenza al que sus tres hijos hijos (Orin, Mario y Hal) llaman Himself y por una bondadosa madre quebecois llamada Avril, es tan incandescente y primaveral como indican el apellido paterno y el nombre materno.

Sólo hacía falta un Godzilla rubio llamado Trump. Llegó sin falta a completar nuestra tristeza.

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