Cosmogonía maya, entre mitos y verdades

Hubert Carrera Palí
Foto: Fernando Eloy
La Jornada Maya

Jueves 1 de noviembre, 2018

Los ancestros mayas tenían una visión singular de interpretar a la muerte. Simplemente la concebían como el transitar hacia otra dimensión, conocida hoy como vida de conciencia, o sea, situarse en el estado ideal y armonioso que anhela todo individuo.

El pasadizo del umbral lucía radiantemente oscuro, lleno de seres antropomorfos, pero para cada dignatario maya ese transitar que se hacía de manera horizontal y no vertical, no era tan difícil cruzarlo, pues iban bien protegidos con una serie de ofrendas y reliquias que les servían de escudo protector frente a la arremetida de los ciervos de Xibalbá.

El paso hacia el inframundo se puede interpretar de varias maneras, pero todas ellas constituían el mismo objetivo o fin. El arqueólogo Ramón Carrasco Castro, quien estuvo más de 20 años al frente de los estudios exploratorios de la ciudad maya de Calakmul, hizo uno de los hallazgos más fascinantes ante los ojos del mundo que guardaba celosamente entre las entrañas de la tierra nuestros ancestros mayas.

La alegoría de la montaña se localiza en interior del segundo edificio más alto de esta ciudad maya, es sin duda la más clara muestra de la interpretación cosmogónica del transitar hacia esa otra dimensión.

Custodiada a los costados por dos inmensos mascarones antropomorfos de más de tres metros de altura, en donde los murciélagos, el jaguar, la Pea, los cocodrilos y otras especies del reino animal de esa región dejan sentir su presencia, el gran friso presenta al centro; pero al ras del suelo, un profundo y oscuro túnel que asimila la boca de Kan o culebra, es precisamente el tránsito horizontal hacia el otro mundo.

Calakmul o la ciudad entre Dos Cerros, lleva ese nombre no por casualidad u ocurrencia de esa civilización, no. En su misticismo encierra que era precisamente en ese punto de la ciudad desde donde se llevaba a cabo ese encuentro entre la vida y la muerte.

Era entrar y atravesar todo el oscuro cuerpo de la culebra sin ser deglutirlo para llegar al otro lado de la montaña, en donde más que morir, llegaban a la vida de la conciencia.

En medio del politeísmo y panteísmo, los mayas buscaron y lograron finalmente su objetivo: armonizar la vida tangible e intangible, y con ello inmortalizarse en la perpetuidad, pues sus testimonios labrados son la más clara evidencia de su pensamiento cosmológico.

Y ya más hacia acá con el devenir del tiempo, el momento de ese reencuentro entre vivos y muertos conserva su esencia con una manifestación cultural pagano-religiosa, que se presenta anualmente en algunos pueblos de la península de Yucatán, cuando quienes todavía están en este mundo terrenal acuden a los camposantos para preparar ese momento purificando con rezos, cantos, limpieza de los huesos y el tendido de una sábana blanca la llegada de quienes se adelantaron en el viaje eterno.

No se trata sólo de una tradición, es una herencia cultural elevada ya a rango de patrimonio cultural en poblados del estado de Campeche, como Pomuch, que se complementa con la colocación de altares, en donde el difunto llega a casa a saborear del platillo que más le gustaba en vida: el pibipollo, antecedido por una danza no lúgubre sino de bienvenida, donde las mujeres portan su mejor terno y los hombres y niños la guayabera más elegante.

Los danzantes y acompañantes bailan al ritmo del 3 por 8, y por lo general llevan entre manos velas prendidas como símbolo de la presencia espiritual de las ánimas, conjuntándose así el sincretismo de lo que se podría contraponer a lo que fue el origen del transitar hacia la muerte en tiempos de los ancestros mayas.

[i]San Francisco de Campeche[/i]
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