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Francisco J. Hernández y Puente
Foto: Rodrigo Díaz Guzmán
La Jornada Maya

Miércoles 19 de septiembre, 2018

Como consecuencia de los numerosos y vertiginosos acontecimientos políticos de los meses recientes, ha surgido entre algunos amigos profesores de la UADY y de la UNAM la discusión en torno al futuro del sistema de partidos en México y, específicamente, el futuro del Partido Revolucionario Institucional (PRI). Economistas, politólogos, sociólogos y antropólogos tenemos opiniones distintas de lo que pudiera ser el rumbo de las principales agrupaciones políticas del país. El que más enjundia genera en estas discusiones es, sin duda, el PRI, probablemente porque es el partido más viejo, el que ha gobernado por más tiempo y el que, a mi juicio, más probabilidades tiene de desaparecer.

Un primer apuntamiento se da en torno a la discusión del sistema de partidos políticos del país, y qué tanto éste ha entrado en una crisis de la que es difícil saber cómo terminará. Eso que algunos llamaron la partidocracia, que le ha costado tanto dinero al país y a los mexicanos, parece haber hecho crisis con los resultados del 1 de julio.

Repasemos algunos acontecimientos que abonan a la discusión. Una agrupación -que no partido político- de reciente creación es Morena, creada por un líder ex priísta, ex perredista, muy popular, que recorrió el país durante 18 años, mediático, tesonero, astuto, que capitalizó el hartazgo de la mayoría de los mexicanos, generado por la corrupción priísta y las condiciones de inseguridad y violencia del país, alcanza la presidencia de la República.

El Partido de la Revolución Democrática (PRD), otrora gran esperanza de convertirse en una fuerza política nacional, progresista y de izquierda, después de gobernar la Ciudad de México se desdibuja en sólo 20 años, y para remediarlo, realiza una alianza absurda y sin sentido de futuro, con una fracción de la derecha panista, con un joven político aparentemente muy corrupto que, a su vez, se convierte en motivo central de la debacle de ese instituto político.

Como si fuera un club social al que puedes entrar y salir cuando te plazca -mientras Castillo Peraza se revuelve en su tumba-, Margarita Zavala hace un berrinche y abandona el PAN para lanzar una ridícula candidatura propia, queriendo reeditar la fuerza calderonista que alguna vez tuvo ese partido. Tan ridícula, que meses después renunció a ella, y ante la derrota y la necesidad de relanzar al partido se acercó de nuevo a él, pretendiendo alcanzar la dirigencia nacional. El PAN, después de su absurda alianza con el PRD, se mantiene dividido, sin cabeza, y en busca de su futuro, como la eterna oposición de derecha.

¡Y bueno! Después viene lo ocurrido en el PRI. Aquel viejo partido que había demostrado con creces su capacidad para recomponerse y renovarse en la oposición y ganar de nuevo la presidencia en 2012, que podía generar un nuevo liderazgo para el país ante la ineficacia e incapacidad de los dos gobiernos panistas de la alternancia, lleva a cabo una administración de gobierno marcada por la corrupción, la violencia y la inseguridad crecientes, en medio de una economía que crece muy poco, que no genera empleos suficientes, no produce una mejoría en los bolsillos de la mayoría, no abate la pobreza y profundiza la desigualdad. Todo, en medio de una serie de reformas de distinto tipo y calado que, al cierre del sexenio, no cuajan todavía como para pensar que hayan sido las más pertinentes.

Tan desprestigiado, tan denostado, tanta vergüenza tiene el PRI de sí mismo, que busca un candidato no tan identificado con las huestes priístas y eligen entre sus aliados históricos de la tecnocracia neoliberal a un neoliberal de sepa, que ha pasado por distintos cargos de la administración pública tanto en los gobiernos del PAN como en el del PRI. Un tecnócrata más bien avezado en los temas hacendarios, sin carisma, sin contacto con las bases del partido, ni siquiera con la vieja guardia de jerarcas priísta que nunca se convenció de que esa fuera la candidatura idónea. José Antonio Meade, nunca logra superar el tercer lugar como candidato y es más que nada factor de ruptura dentro del priísmo.

El 1 de julio el candidato de Morena ganó la presidencia con el mayor porcentaje de votos que algún candidato haya registrado nunca en la historia de la política mexicana. Y no sólo eso, en el Congreso de la Unión, en las dos cámaras del Poder Legislativo, los diputados morenistas constituyen la mayoría, relegando al PRI como tercera fuerza política nacional.

De acuerdo con la nueva integración del Congreso de la Unión, Morena cuenta hoy en la Cámara de Diputados con 255 representantes, el PAN con 79, el PRI con 47, Partido Encuentro Social 30, el PT 28, igual que Movimiento Ciudadano, el PRD 20 y el Verde Ecologista 11.

En la Cámara Alta las cosas no estarán mejor para los partidos que han dominado la escena política nacional de los últimos años. Morena tiene 59 senadores, de los 128 que la integran, el PAN 24 y el PRI 14. Si consideramos la totalidad de los puestos que integran el Congreso de la Unión, es decir 500 diputados y 128 senadores, el PRI no alcanza una representación popular ni siquiera del 10 por ciento. Con 61 puestos en las dos cámaras su representación equivale al 9.7 por ciento del total y formará parte ahora, con el PRD, de lo que históricamente se conoce como la chiquillada. Diputados y senadores del PRI caben ahora en un microbús.

El PRI no ganó uno solo de los estados en los que hubo elecciones el 1 de julio. José Antonio Meade perdió la votación en los 14 estados donde hoy todavía gobierna el PRI. En 11 quedó en segundo lugar y en tres en tercero. A partir del 1 de diciembre, una vez que haya concluido la transmisión de poderes en todos los órdenes de gobierno y entidades donde hubo elecciones, el PRI gobernará sólo en 12. Las cifras que documentan la debacle priísta son muchas.

Peor aún, existen tres factores, por lo menos, que muy pronto podrían determinar el fin de la historia del priísmo en México. En primer lugar, la ruptura al interior del partido de la corriente neoliberal -que lo lideró en los últimos años-, con la corriente nacionalista que se disciplinó y plegó a ella a lo largo de varias décadas. Esa alianza histórica ya no existe y es difícil que se recomponga. En segundo lugar, hay y seguirá habiendo una especie de trasfuga de militantes del PRI a Morena que debilitarán aún más la fuerza y las bases de ese instituto político. En tercer lugar, las bases y la estructura territorial nacional del PRI históricamente han dependido del dinero público, del que los gobiernos de los distintos niveles (federal, estatales y municipales) siempre proveyeron para que la otrora maquinaria priísta funcionara. Eso ya no existirá en las mismas magnitudes y dañará severamente la estructura del partido.

El propio presidente Peña, principal responsable de la debacle priísta señaló: “El PRI tendrá que redefinirse y replantearse para poder seguir siendo una opción política para los mexicanos”. Respecto al eventual cambio de nombre del partido dijo: “De nombre y de esencia, porque si conserva los apellidos entonces no funciona. Esta elección, y ya las anteriores, dejan ver un estigma muy señalado, y además muy asimilado ante la sociedad. Lamentablemente, de desgaste y de reproche hacia el PRI como marca”.

EL Partido Nacional Revolucionario (PNR) cambió a Partido de la Revolución Mexicana (PRM) en 1938, como iniciativa del General Lázaro Cárdenas. En el contexto del fin de la Segunda Guerra y de la Guerra Fría (en 1946), tuvo lugar la transformación del Partido de la Revolución Mexicana en Partido Revolucionario Institucional. El PRI en el gobierno encabezaba un proyecto de expansión capitalista de largo plazo para México que terminó por convertirse en el segundo gran período de modernización económica del país hasta 1982. Hoy el PRI ni está en el gobierno, ni tiene proyecto. Quién sabe si su eventual transformación pudiera llevarlo a su propia supervivencia.

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