Los dislates del presidente electo

Francisco J. Hernández y Puente y Ricardo López Santillán
Foto: Presidencia de la República
La Jornada Maya

La historia del ejercicio del poder es la historia de la distancia jerárquica. Esto vale para toda institución, sea religiosa, laica, burocrática, escolar, militar o de cualquier otra índole. La radiografía completa de esta dinámica la hizo Foucault en su célebre tratado Vigilar y Castigar. Toda institución tiene una figura que es representa este ejercicio de autoridad. Hasta la fecha, ésta había sido preponderantemente masculina, aunque eso, por fortuna, ha cambiado. Los ejemplos históricos son Presidente, Papa, comandante, rector, ministro, espacios casi todos que lenta, pero de manera ineluctable, se han feminizado. Claro, la excepción seguirá siendo la Iglesia, tan autoritaria, tan vertical y tan reacia a vivir los cambios culturales que imponen las sociedades actuales.

En cuanto al gobierno, en las monarquías el poder recaía en el soberano, según, por la gracia de dios; en el mundo burgués moderno, el de las democracias, recae en el Presidente de la República, por mandato del pueblo.

La cuestión de la autoridad y la distancia jerárquica ciertamente se han relativizado, en muchos casos para bien. El paso más importante, a nuestro juicio, es la inclusión de mujeres en puestos de decisión, por tanto, de autoridad. También se ha generado un gran cambio cultural al hacer las relaciones de toda índole, más simétricas y horizontales. Se ha debilitado también, hasta cierto punto, la versión punitiva de las figuras de autoridad. La premisa de “mandar obedeciendo” es un logro civilizatorio.

Estamos ciertos, sin embargo, que el respeto a la figura y/o a la investidura no se puede ni debe soslayar. Se trata de una dialéctica en la que el respeto es una obligatoriedad de doble vía.

Desde el primero de julio, el ahora presidente electo Andrés Manuel López Obrador ha marcado la agenda del país a los medios y a toda la opinión pública. Es el actor político más importante desde entonces, el que tiene la mayor cobertura nacional y muy probablemente la internacional, en relación con la del presidente Peña. Los reflectores son para él. Así es la política y así es la sucesión presidencial, al menos en nuestro país.

Los propios medios han reportado que durante el mes de agosto los temas más mediáticos del presidente electo fueron que el Tribunal Electoral le entregó su constancia de mayoría, el tema de la construcción del nuevo aeropuerto internacional de la ciudad de México, sus opiniones sobre la liberación de Elba Esther Gordillo, su reunión con el Presidente Peña y sus respectivos gabinetes, su encuentro con el embajador de China, con los ministros de la Suprema Corte, con el rector de la UNAM; fue a Chiapas y anunció el proyecto del tren maya, entre varios más.

El Presidente Peña, en el mismo lapso, tuvo como temas mediáticos la reunión con el propio López Obrador, el acuerdo entre México y Estados Unidos del TLC y la promoción de su Sexto Informe de Gobierno. Asistió a la unción del presidente Duque de Colombia, defendió la “verdad histórica” de Ayotzinapa y también habló del caso Elba Esther Gordillo. Por segundo mes consecutivo, el presidente electo recibe más cobertura en los medios que el Presidente Peña. El balance es 63 por ciento contra 37.

La normatividad que establece nuestro marco jurídico para la sucesión presidencial es así de larga, y así de ingrata para el que se va, cuyo poder languidece poco a poco para dar paso al sucesor.

Todo esto viene a cuento por los “corazoncitos” y otros dislates del presidente electo. No es lo mismo ser un líder carismático en campaña, con sus ocurrencias, que un Jefe de Estado en ejercicio del cargo, quien debe respetar y darse a respetar. Ya pasó la época del Peje, o del Pejecito.

El triunfo arrollador de AMLO en las urnas el primero de julio pasado, es la expresión reflejo del desgaste de una estrategia económica que ha fracasado, así como del hartazgo de los electores frente a la corrupción y el mal gobierno. También es resultado del deseo de un cambio en el estilo acartonado y solemne de los gobiernos del PAN y del PRI. Los electores, la mayoría, se pronunciaron también por el estilo poco solemne y sencillo de un candidato que es cercano a la gente y conoce sus carencias. Pero eso no justifica las actitudes y modos pintorescos del líder con arraigo popular que fue a lo largo de 18 años. Desde ahora, sus detractores y sus promotores están más al pendiente de sus actos, sus propuestas, sus proyectos y sus dichos, porque ahora todos somos su gobernados. Esperamos, pues, un Presidente a la altura de la circunstancia histórica y del mandato que el pueblo le ha dado. Su lenguaje es hoy y lo será en adelante, materia de escrutinio público.

Como corolario podemos decir que somos testigos de lo perniciosas que son para las democracias y para el ejercicio de la autoridad que de ellas emana, las figuras presidenciales que salen en la prensa del corazón o que cantan en la radio pública los fines de semana; lo mismo aquellos Presidentes que igual montan un caballo o un oso, o que se juntan con deportistas exitosos que luego caen desgracia. No queremos un Presidente, como el estadounidense, que es el hazmerreír de los mandatarios occidentales; tampoco uno, como EPN, que es el “campeón de los memes”. No hace falta un Presidente de ocurrencias o dislates. Necesitamos un Jefe de Estado a la altura del desafío. Para ello se impone el trato distante pero respetuoso vis a vis todos los actores de gobierno y con todos los actores sociales, incluidos, desde luego, los media.

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