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Giovana Jaspersen
Foto: Reuters
La Jornada Maya

Viernes 7 de septiembre, 2018

“Que las generaciones futuras nos perdonen. Somos la gran nación desmemoriada,
vagando por el cosmos sin saber lo que fuimos, o qué podemos, o soñamos”
(W.F)

La noche del 21 de julio del 356 a.C, Heróstratos, prendió fuego a la más hermosa de las siete maravillas del mundo antiguo, el templo de Artemisa en Éfeso. Schwob nos narró el delirio y cómo el incendiario levantaba la voz para enunciar su obra: ¡Fuego, fuego! decía, mientras tiraba de la cortina y acercaba la mecha encendida iluminando el cuerpo de la Diosa, antes de extinguirla. Llamas azules fueron de la tela al ébano, hasta que “el fuego se enroscó en los capiteles de las columnas, reptó a lo largo de las bóvedas. Una tras otra, las placas de oro consagradas a la poderosa Ártemis cayeron desde las suspensiones a las losas con un estruendo de metal. Luego el haz fulgurante estalló en el techo e iluminó el acantilado. Las tejas de bronce se desplomaron”.

Con las pupilas inyectadas de fuego, la respiración agitada y la mueca miserable en el gozo que le daba hacer arder lo más preciado; ya embriagado de soberbia se erguía viendo su obra, acababa con él y con todo, mientras repetía y clamaba su propio nombre. Heróstratos, el incendiario, convirtió a la maravilla y sus tesoros en “un montón de rojo en el corazón de las tinieblas”.

Esta imagen del templo milenario ardiendo en la obscuridad nos regresó 2 mil años después, y en domingo, con el incendio del Museo Nacional de Brasil. Vimos arder la memoria, instantes y siglos, que hoy son ceniza.

Y frente a la falta, en el abismo de las salas vacías, con la belleza disuelta en humo y el saber perdido por los suelos, vimos al incendiario. De frente, entre lo hipnótico del fuego se dibujó con las llamas y su rostro fue el de este vicio humano que valora cuando pierde; lo vemos ahí, entre la pena y la culpa.

Se pensó que el fuego vino por los aires distantes en globos festivos de “juninas” o corriendo en los circuitos de la imagen, sacando chispas, prendiendo fuego. Pero fue en realidad engendrado en la creencia de que las cosas son permanentes e inalterables, que ahí estarán. Ahora el ardor y la ausencia muestran que no es así.

Si se hurga entre el escombro se puede ver, también, que el fuego vino de la necedad y de no aprender de la experiencia, la crisis o la tristeza. Hace apenas dos años, en 2016, la Cineteca brasileña también perdió mil cintas al arder en fuego (por cuarta ocasión). Y sólo tres meses antes también había estado en llamas el Museo del Idioma Portugués, generando imágenes muy similares a las del Museo Nacional el pasado domingo.

Pesadillas repetidas, historias vistas, reincidencias vanas que sólo muestran al Heróstratos contemporáneo gritando ¡Fuego, fuego!, mientras pone a arder su propia y desmemoriada historia, al no prevenir.

Se perdió ahora el museo más antiguo, con sus dos siglos de historia institucional y milenios de cultura de la humanidad. Con él, gran parte del Palacio de Sao Cristóváo, el edificio que sirvió como residencia de la corona portuguesa y la realeza brasileña, hoy es hueco y cascajo. El parque de la Quinta da Boa Vista, el jardín botánico del museo y el Zoológico Municipal, antes frondosas capas de abrigo, hoy perdieron el centro y asemejan cuerpos lanzados al vacío.

Las salas que fungieron como refugio y escaparate de las colecciones de la familia real y que hasta hace apenas unos días levantaban millones de páginas antiguas; la colección más grande de América Latina del antiguo Egipto y la tradición grecolatina, con sus rostros y sus mármoles, dorados y cenizos, son miles de metros de vacío. Se fueron los frescos de Pompeya, así como los cocodrilos, los insectos y las mariposas. Las conchas, corales, plumas y sus lenguas. Todo lo antes festivo y propio, mutó en un mausoleo de historia.

Mientras vemos a quienes, entre las llamas, tratan de salvar los vestigios de la devastación, sabemos que algo detrás no anduvo bien. 20 millones de razones y fuentes de información, son polvo. Han hablado de lo sucedido como un suicidio, una lobotomía, una catástrofe; tragedia que se veía venir, pérdida por falta de apoyo y consciencia.

Ahora se anuncia que se invertirán millones de euros en el extinto museo, mientras se tratan de recuperar fotografías y de localizar restos de los objetos y se busca comprender qué pasó. Y pasó que los tiempos de inversión, cuidado, prevención y reducción de riesgos deben de ser antes del desastre, para que no llegue. Justo ahí radica la supervivencia, también de la memoria.

Hace 2 mil años, después de que el incendiario quemara el templo de Artemisa, se prohibió bajo pena de muerte el registro de su nombre para las generaciones futuras, pero quedó como una marca en la historia. Parece que hoy reencarna en la memoria de la América Latina, tan llena de Heróstratos, como Brasil.

Son ellos, nosotros, los que dejaron al museo con la mitad de visitantes de los que tuviera hace cinco años, o los que decidieron que podía sobrevivir aún con la mitad de presupuesto.

Los que ahorraron, derrocharon... y prendieron fuego a la historia.


[i]Mérida, Yucatán[/i]

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