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José Ramón Enríquez
Foto: GETTY
La Jornada Maya

Miércoles 29 de agosto, 2018

Hace más de cuarenta años, Bruce Swansey y yo entramos al Teatro del Liceo, de Barcelona, para ver a Lindsay Kemp en su muy personal lectura de [i]Nuestra señora de las Flores[/i], la novela de Jean Genet. La tituló, simplemente, [i]Flowers[/i] y le quitó la respiración a todo el auditorio. Un Teatro del Liceo lleno hasta el tope y un silencio absoluto para que Lindsay Kemp recorriera una delgada plataforma, al fondo del gran escenario, para bajar después hasta proscenio por una escalera que se antojaba interminable y caer de rodillas al tiempo que escupía unas gotas de sangre que caían sobre su vestido blanquísimo. Todo muy despacio, cada parte de sus músculos alentada al máximo, casi inmóvil pero avanzando, como si estuviera dentro de una cápsula de aceite muy denso y transparente que diera a las luces, blancas como su rostro, reflejos increíbles.

Flotando, como sólo un actor preparado por Marcel Marceu podría hacer. Un viaje con lentitud de siglos que arrancó las lágrimas a todos. Nadie permaneció impávido. Esa sangre fue celestial y fue carnal: el Liceo llegó al orgasmo y la lectura que de Genet hiciera Lindsay Kemp se quedó cuarenta años habitando en la memoria.

Lindsay Kemp leyó a Genet como le dio la gana y nos enseñó a leerlo cada quien a su aire porque Genet era un poliedro carcelario que lanzaba destellos como ese espacio de aceite en el cual lo sumergió Kemp en su [i]Flowers[/i]. Y precisamente por esas calles tras el Teatro del Liceo vivió Genet, prostituyéndose, robando carteras como nos narra Juan Goytisolo en su [i]Genet en el Raval[/i].

Lindsay Kemp acaba de morir en Italia, en Livorno y yo, que soy un hombre de teatro, tengo la obligación de rendirle un homenaje porque era uno de los grandes. Cuando la prensa lo ubica como mimo y coreógrafo se queda muy corta: era un genio, y lo digo consciente del peso específico de la palabra Genio.

No en balde, antes de [i]Flowers[/i], se había acercado a Linsay Kemp un muy joven David Bowie para pedirle ser su discípulo, hasta que él le montó su personaje de Ziggy Stardust inolvidable y dirigió una puesta en escena que dejó al cantante conmovido para siempre.

Porque, a lo largo de toda su carrera, en cada movimiento, en cada mirada de Bowie estaba Kemp, inclusive en el militar indoblegable de [i]Feliz Navidad, Mr. Lawrence[/i] donde la escena culminante entre un Bowie, con solo la cabeza fuera de la tierra, y el comandante, Ryuichi Sakamoto, nos dan una extraña versión de teatro kabuki.

Sí. Como nos cuentan sus biógrafos, desde los diez años y a pesar de todos lo esfuerzos de su padre por hacerlo hombre en academias militares, Kemp se dedicó a flotar, inclusive travestido como Salomé, con papel higiénico, hasta hipnotizar a sus compañeros.

Nacido en Inglaterra en 1938, y tras estudiar danza, buscó a Marcel Marceau para conocer los secretos de ese arte que sólo unos cuantos tocados por la gracia pueden dominar. Pero no fue sólo un mimo, quiso ser actor y llegó a interpretar a la Cómica en el papel de Reina, en el [i]Hamlet[/i] de la BBC, en 1963, con Christopher Plummer.

Tenía la edad exacta para sumergirse en el carnaval político, estético y moral del 68 y se acercó a Julian Beck y a Judith Malina, del Living Theatre. Experimentó sin cansancio y donde fuera porque, como dijo al periódico “El País”: “No tengo límites y mi trabajo consiste en romper fronteras entre los sexos, las razas y las clases sociales. Soy como un gran pájaro y trabajo y hago el amor donde se caen mis plumas, nunca elijo de antemano los sitios. Mi vida no es decadente, sólo que me interesa llevar la decadencia al escenario y al mismo tiempo sacarla de la escena”.

[b]enriquezjoseramon@gmail[/b]


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