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Giovana Jaspersen
Foto: Archivo La Jornada Maya
La Jornada Maya

Viernes 24 de agosto, 2018

“Orinoco es una aventura de mi alma, vivida con arrebato.
Quienes ahora la comparten se han convertido,
por eso, en un barco azaroso, bipolar y desgarradoramente optimista.”
(E.C)

Nunca pensé que un día tendría el atrevimiento, casi cinismo, de publicar algo de lo que ya escribió José Ramón Enríquez. Eso, porque creo que él todo lo dice mejor, y que incluso cuando calla, calla mejor, pues en el mutismo habita la ausencia de su palabra, y eso, es hueco enorme.

Mucho menos aún, pensé que osaría a escribir después de él y de teatro, él lo sabe todo, y yo -por fortuna- cuanto más veo, menos sé; las obras buenas se me vuelven reales y casi cortas para reconocer que es drama, y las “malas”, las olvido cuanto antes para así poder volver.

A pesar de esto, debo escribir del reciente [i]Orinoco[/i] de Carballido en Mérida, porque yo no vi el montaje de hace 30 años en el emblemático Tinglado del Paseo Montejo, cuando dicen que la avenida en boga, cobijaba mujeres de un lado de la escarpa y hombres del otro. Y tampoco podría reconocer el aroma de aquel teatro pequeño que levantara Paco Marín, quien cuenta con el brío de los ochenta, que sobrevivía gracias a las funciones matinales para las escuelas; con las que lograban, por ejemplo, que la tragedia griega fuera algo más que las horas en el aula.

Hubo que escribir entonces, desde la lejanía, sin la dulzura de la nostalgia ni el recuerdo; desde mi generación, que apenas imagina la Mérida de hace 30 años y el ritmo de sus pasos.

La misma, que poco sabe de Carballido y la voluminosa producción que tuvo su máquina de escribir, que supuestamente le comprara el padre en el Monte de Piedad, y que por coincidencia hubiera pertenecido a Novo (del que también sabemos poco, pero por esta ocasión no importa tanto). El veracruzano que escribió como si las palabras le estorbaran dentro y sacó y sacó voces para no cargarlas, nos parió a muchas antes de que naciéramos. Yo llegué a él –identificado por los dos aromas de su rosa como el padre de la primera obra teatral feminista, cuando ya me había escrito– por una profesora que era mala enseñando literatura pero tenía muy buen gusto en la lectura.

Entonces, Orinoco ya era, y seguirá siendo, porque quienes nos bañamos en él sabemos ya para siempre que “¡falta lo más hermoso todavía!”; y que no tiene tiempo, así como Mina y Fifi no tienen edad, ni color de piel definido. Son mulatas cuando somos racistas, adolescentes o cincuentonas dependiendo de la hora y del estado de ánimo –seguramente nuestro, de él y de ellas–, según apuntó el propio autor.

Y en este andar del tiempo sin tiempo, se cobija otra razón para hablar del [i]Orinoco[/i] meridano, el que cuando leí de un montaje 30 años después con las mismas actrices y el mismo director, pensando en la rotunda locura que era, recordé… “Mina es mayor, una mujer más allá de los 40 (que podría, tal vez, pasar de los 50 (…). Fifí es menor, va hacia los 30 o acaba de pasarlos, pero podría tener 20 y aun parecer de menos”. Y con la memoria confirmé que en la locura, habita también la piel de la grandeza.

A diferencia de Silvia Káter, Bertha Merodio y muchos más, tampoco conocí el timbre de la voz de Carballido, ni cómo se modificó después de la parálisis facial antes de su longeva muerte a los 82; pero desde la primera vez que escuché a Paco Marín supe que no quería que se callara nunca, pues es remanso y fuerza al mismo tiempo. Y ahora, lo puedo imaginar dictando el rumbo de las plumas, en la estética de la no decadencia, de la supervivencia y la dignidad. La otra belleza.

Entonces estas líneas eran urgentes, como agradecimiento a todos quienes lo hicieron, pues que el espectador vaya del llanto a la risa es ya difícil de lograr, y más aún hacerlo a las once de la mañana en un escape del cotidiano.

Todas las razones se cobijan en las ganas de levantarse de la silla para subir al Stella Maris a servirles champaña, cantar, ver el amanecer y bañar al negro Salomé con sus ojos de bestia. Porque uno no quiere que se vayan, ni que se hundan; sino naufragar sabiendo que el amor es un montón de cosas de las que no comprendemos nada y no tienen por qué importarnos, y que incluso en lo sombrío del borde de la nube habita la complicidad del equilibrio, que mira desde un ojo un color cenizo, que el otro puede ver dorado.

Orinoco es hoy, no sé si mejor o peor que hace treinta años, pero sí sé que las protagonistas logran no tener edad y ser todas las mujeres que han roto el borde, desbordándose. Siendo otras, familias y cariños, en equilibrios que se perciben desequilibrados; que bailan y ríen con la misma simpleza que temen o lloran; que se reclaman y perdonan porque se saben y se tienen. Porque son espacio que se habita y también se defiende.

Pero escribir de Orinoco sería vano sin desear que siga, que se vea y sea un pretexto. Para resaltar la belleza del teatro que tanto ejerció Carballido, el que se aleja del ejercicio egoísta del poeta que atormentado busca liberarse; para provocar en, y al otro. Haciendo poesía en escena, con ellos y nosotros. Los Mares son una constante en su obra, y así, esperamos que se vaya y vuelva siempre, que aun siendo ceniza, falte lo más hermoso todavía, de su desgarrante optimismo bipolar.”


[i]Mérida, Yucatán[/i]
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