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Ricardo López Santillán
Foto: Rodrigo Díaz Guzmán
La Jornada Maya

Martes 14 de agosto, 2018

La pregunta es evidentemente retórica porque todos conocemos de antemano la respuesta. De hecho, la discriminación es un lastre para toda la humanidad y lo ha sido por siglos. En el mundo burgués moderno, a partir del triunfo de la Revolución Francesa, se crearon los Derechos del Hombre y del Ciudadano, los cuales, válgase la redundancia, fueron creados para los hombres y los ciudadanos; es decir, sólo para aquellos varones, escolarizados, con propiedades, que podían conocer y hacer valer sus derechos; las mujeres, los ancianos, los niños, los discapacitados, los esclavos, quienes no sabían leer y escribir o no contaban con patrimonio, no podían ejercer sus derechos. Tuvieron que pasar siglos para que se hablara de Derechos Humanos, es decir, de todos los humanos, de la humanidad en su conjunto. Visto así, la Revolución Francesa inaugura un cambio político y jurídico importante, pero que sólo beneficiaría a una minoría con privilegios (la burguesía). Visto de otra manera, la propia ley, aunque había acabado con la monarquía, no reconocía los derechos de todos los demás sectores sociales que no entraban en la categoría de hombre y ciudadano.

Por ello, no sorprende que si las leyes fueron (o siguen siendo, en algunos casos) elaboradas para mantener privilegios, esto se arraigara en muchos comportamientos y en buen número de procesos socioculturales. Es incontestable que la construcción de las normas y de los marcos jurídicos de los Estados-nación modernos han partido de estos principios y fue hasta muy tarde que se reconocieron los derechos específicos de otros grupos o se aprobaron las así llamadas leyes de inclusión para los grupos minorizados (o en desventaja). Por mencionar algunos, es el caso de los derechos de los niños, de los grupos étnicos, de las minorías religiosas, de los ancianos, de la comunidad LGBT y de las mujeres (más allá del sufragio, que fuera una “novedad” de mediados del siglo XX).

Ha habido incluso países que han hecho de la discriminación una política de estado. Pongo como ejemplo de la homogeneización cultural en China y la Unión Soviética, donde se pretendieron borrar distintas religiones y lenguas autóctonas en aras de un proyecto de nación. Ni qué decir del sistema de apartheid en Sudáfrica. En la lista del horror no podía faltar la política de [i]Jim Crow[/i] primero, y luego de “encarcelamiento masivo” de poblaciones afrodescendientes en los Estados Unidos de Norteamérica. También sabemos que muchos estados musulmanes (árabes y no árabes) practican una discriminación sistemática contra las mujeres que las borra de facto de la escena pública. Con ejemplos podríamos hacer correr ríos de tinta documentando situaciones de esta índole.

Pero mejor, habiendo hecho ya este preámbulo general, pasemos a la especificidad del caso mexicano. También en nuestro país nos ha tomado mucho tiempo pensar y actuar en términos más igualitarios, incluyentes, con un trato más simétrico y con mayor disposición a aceptar las diferencias. De hecho, aún no lo logramos. Seguimos siendo un país en el cual, aunque no existe abiertamente una política de estado que discrimine, hay muchas conductas que dejan claro que tenemos mucho por hacer para construir una sociedad más respetuosa, y por ende, más justa.

Existe una radiografía reciente de la discriminación en México. Se trata de la Encuesta nacional sobre discriminación (Enadis 2017) que publicó el Inegi. Ahí se evidencian algunos datos alarmantes, empezando por el hecho de que un quinto de la población mayor de edad se ha sentido discriminada por alguna característica o condición personal (religión, edad, etc). Esta proporción aumenta a más de la mitad de la población si agregamos características que forman parte de la apariencia de las personas (peso, tono de piel, etc.). En este último caso, es muy revelador que el 56.5 por ciento de las mujeres se ha sentido discriminada por su apariencia.

La discriminación traspolada a grupos humanos y se puede caracterizar de la siguiente forma: las principales víctimas son las personas con discapacidad o las minorías religiosas, seguidas de los indígenas. De hecho, en los estados de la República donde hay mayor presencia étnica, también hay mayor discriminación, a excepción de Chiapas. Aunque la orientación sexual no parece ser uno de los motivos más importantes de discriminación, mujeres, gays, lesbianas y personas trans también forman parte de este collage de víctimas de la intolerancia y de la incapacidad que tenemos en este país para entender y aceptar la diferencia.
La discriminación tiene muchas caras, una de ellas se deja ver a nivel de prácticas, de usos y costumbres, por decirlo de alguna manera. A menudo se manifiesta de manera simbólica, es decir, no abiertamente sino con comportamientos, gestos, actitudes que denigran o que humillan. Otras veces tiene un carácter institucional, y cobra forma en la negación de un derecho, del acceso a un programa social, al no dar la atención médica requerida (o de otorgarla “a la mala”, como es el caso de la muy recurrente violencia obstétrica). También cuando se da un trato displicente o grosero en una oficina de gobierno, o cuando se niega la entrada a un negocio o establecimiento. A propósito de la violencia institucional, ofrezco un dato de la Encuesta: el 42.6 por ciento de la población indígena que en el último año solicitó información sobre algún trámite, servicio o programa de gobierno, le negaron la información o no le explicaron.

El prejuicio es otra de estas caras del menosprecio. Esto sucede cuando a un grupo humano a priori se le atribuyen características negativas y, a partir de esas generalizaciones arbitrarias se construyen, también, formas de violencia simbólica. Podemos usar como ejemplo cuando se considera que los jóvenes son haraganes o irresponsables, que los pobres son pobres porque quieren, que los indígenas tienen que cambiar su cultura para progresar, o que las mujeres son agredidas porque no se dan a respetar.

A partir de los datos de la referida encuesta y de lo que constatamos en lo cotidiano, la conclusión es simple y dolorosa: este país sigue marcado por varias cicatrices profundas como el sexismo, el clasismo, el racismo, la religiosidad exclusiva. Somos prejuiciosos e intolerantes en muchos aspectos, incluso en lo que concierne a la apariencia de los demás ¿Cómo cambiarlo? Esa no es una pregunta retórica.


Secretario académico del CEPHCIS, UNAM

[i]Mérida, Yucatán[/i]
[b][email protected][/b]


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