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Juan Carlos Faller Menéndez
Foto: Especial
La Jornada Maya

Jueves 9 de agosto, 2018

Corren los aniversarios de los meses previos al dos de Octubre de 1968. El 29 de julio pasado se cumplieron cinco décadas del bazucazo militar al portón colonial de la Preparatoria 1 de San Ildefonso, a pocas cuadras de Palacio Nacional. Faltaban menos de dos meses, hace 50 años, para la masacre impune de cientos de inocentes en Tlatelolco.

En una historia lejana y ajena a esa Ciudad de México de 1968 (con la que muchos hemos aprendido a identificarnos), hace 170 años la Mérida blanca apenas podía creer en su suerte: los ejércitos mayas que la cercaban y amenazaban se habían esfumado en la lluvia. Habrá habido agrios debates las semanas previas en el lado indígena, entre partidarios de dos posturas extremas: avanzar y terminar a sangre y fuego la guerra iniciada un año antes (todo decía que la batalla final sería una victoria contundente y sangrienta) o retirarse a sembrar las sagradas milpas para alimentar a sus familias, a las que habían dejado hacía meses en la selva ante la urgencia del pelear o morir. El recuerdo de la masacre de Valladolid algunos meses antes tal vez pesó en la conciencia de soldados y comandantes indígenas a la hora de soltar la balanza, y como Hidalgo poco después de su grito (cuando tuvo a la casi inerme Ciudad de México a su vista y alcance), optaron los mayas por evitar un horror seguro en la ciudad blanca y eludir más miseria.

170 años después de aquella decisión (mortal por necesidad) que salvó a la capital yucateca (pero que llevó a una guerra de más de 50 años y a la partición en tres de la península), todavía hay debate en ciertos círculos sobre si se debe o no informar y preguntar, en lengua maya, a los mayas sobre asuntos que les competen profundamente. Será un relicto de racismo que todavía habita en algunos (sin saberlo en el mejor de los casos).

“Quien esté libre de culpa…” Nadie tira la primera piedra, creo, sin mirar de reojo las otras manos levantadas. ¿Pero y si las piedras fueran argumentos llanos, libres de adjetivos innecesarios, y el pecador a apedrear (no es obligación tirar directamente) fuera el responsable de autorizar (o no) unos molinos de viento que todo parece indicar que puede tratarse de asesinos industriales (aparentemente verdes) de fauna voladora (hablamos de cientos de especies vulnerables, el flamenco entre ellas)? ¿Y si se tratara de evitar una masacre?

Las Manifestaciones de Impacto Ambiental (MIAs) de los parques eólicos son, para decirlo con todas sus letras, una abierta violación al principio precautorio, que pide prudencia ante dudas razonables sobre afectaciones. La siembra casi violenta de decenas de molinos gigantes en las rutas migratorias vitales de aves habla sólo de una certidumbre (por parte de los inversionistas extranjeros y sus socios mexicanos): la impunidad sin freno. Basado en el argumento de que la ausencia de datos (fruto de la ausencia de investigaciones y estudios serios de su parte) implica la no existencia de problemas para la fauna voladora (así de absurdas son las MIAs), el fast track a la mexicana fue un asunto sencillo, convenientemente diluido en las celebraciones por la firma (en diciembre de 2016) del Acuerdo para la Sustentabilidad de la Península de Yucatán (ASPY, que se podría definir como un acuerdo sensato en las formas urbanas pero donde el sujeto maya sólo aparece en el telón de fondo).

¿Puede hablarse seriamente de un “Acuerdo para la Sustentabilidad de la Península de Yucatán” sin haber tenido -digamos al menos- la delicadeza de traducirlo al maya y publicarlo antes de firmarlo?, ¿qué tan imposible es preguntarles a los mayas -en su idioma materno- si quedó bien expresada la intención, o qué cambiarían? En todo caso, el ASPY es sólo una propuesta urbana que resulta de la interpretación de directrices de acuerdos internacionales por parte de sólo una de las partes involucradas. Eso ha quedado establecido por mandato judicial el seis de junio pasado: no puede haber ASPY que valga sin la participación del sujeto maya.

Haya sido como haya sido, el ASPY y su concepción verde del paisaje maya se inauguró con la siembra de parques eólicos (de capital mayoritariamente extranjero: chino, español y demás) en la costa norte de Yucatán. De alguna manera (y contradiciendo al titular de la Seduma en cuanto a que el ASPY sería un dique contra absurdos federales), su inefectividad como arma “verde” quedó en evidencia.

Queda claro también que al menos dos de las principales universidades yucatecas tienen deudas morales y éticas sobre el tema de los parques eólicos y el ASPY. Nombraría en primer lugar, con todo el respeto que merece, a la UADY, por el solo recuerdo y la sombra de su fundador.

La Universidad Marista, por su parte, tiene formación cristiana y un plan de estudios con varias carreras y especialidades directamente vinculadas con el tema de los parques eólicos y los derechos colectivos. El suyo es un silencio estridente, como también lo es el de su aliada en temas ambientales y de conservación (y del ASPY), Pronatura Península de Yucatán, A.C. (siendo las aves su bandera más alta y el origen de su causa), pues es una de las instituciones con reconocimiento académico que conoció con antelación las MIAs que se presentaron ante la Semarnat, y a pesar de ello no ofreció (como alguna vez hizo en el caso del petróleo y el arrecife Alacranes) una opinión técnica al respecto. ¿Por qué el silencio?

Otra asociación civil que calla de manera estridente es The Nature Conservancy (TNC), afiliada a la organización internacional TNC, principal organización no-gubernamental patrocinadora del ASPY. Es contradictorio su silencio, especialmente por el tema de las más de 200 especies de aves migratorias que Yucatán comparte con Estados Unidos, y por los flamencos, especie nómada en la costa yucateca.

En cuanto a esta especie rosa tan identificada con lo nuestro, la asociación civil Niños y Crías tuvo la iniciativa y la misión principal de protegerla (desde su fundación en 1999) durante tres lustros, lo cual hizo con notable éxito hasta que la bandera le fue arrebatada (dicen fuentes confiables que se usaron malas artes) por la Fundación Pedro y Elena Hernández, A.C., que lleva el nombre de los padres de Roberto Hernández Ramírez, ex dueño de Banamex y vicepresidente de la organización internacional The Nature Conservancy (TNC, por lustros la principal fuente financiera de Pronatura Península de Yucatán, A.C.).

Hay una coyuntura interesante en este mar de silencios, vínculos con el extranjero y gobiernos salientes. Con los próximos cambios, millones de dólares de inversión eólica se tambalean en el aire: acciones en el “mercado verde”, créditos bancarios concedidos, sobornos ya pagados, tiempo que es oro perdido… Un portafolio “verde” que declina… ¿Una oportunidad perdida para lavar dinero o una oportunidad que se le abre a otras mafias?

Una cosa es segura: hay silencios que matan.

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