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Rafael Robles de Benito
Foto: Secretaría de Salud
La Jornada Maya

Miércoles 20 de junio, 2018

El fin de semana pasado se abatió sobre la Península de Yucatán una fuerte vaguada, resultado de la onda tropical número 4 de este año, de modo que llovió en el estado de Quintana Roo en dos días, alrededor de una cuarta parte de lo que llueve en un año. Esto ocasionó inundaciones que afectaron vías de comunicación, como la carretera de Tulum a Felipe Carrillo Puerto, en el tramo de los Chunes, así como varias comunidades de la entidad, como Holbox y Bacalar, entre otras. El gobierno del estado ha desplegado un esfuerzo considerable para atender lo que ha considerado como una contingencia de carácter hidrometeorológico, atendiendo las necesidades de los pobladores más severamente afectados, y llevando a cabo labores de limpieza tendientes a facilitar la salida del agua de los lugares inundados.

Durante los días que ha durado la contingencia, se ha preguntado una y otra vez por los “daños ambientales” sufridos en consecuencia. Esta preocupación me intriga. Entiendo que un evento de precipitación extraordinaria como el acontecido provoque daños a la infraestructura (carreteras, viviendas y edificios, calles, tendidos de energía eléctrica y teléfono, alumbrado público, muelles, etcétera), o a cultivos y otras actividades agropecuarias y pesqueras. Pero me cuesta un poco de trabajo entender a qué se refieren cuando preguntan por “daños ambientales”.

Los efectos de los eventos hidrometeorológicos de magnitud catastrófica tienen efectos a veces muy conspicuos en la fisonomía de los ecosistemas naturales. Pero estos, cuando se encuentran en un estado de conservación relativamente bueno, son resilientes. Por resiliencia entendemos la capacidad de un sistema para volver a un estado similar al que tenían antes de sufrir una modificación (sea ésta ocasionada por el fuego, por un huracán, una erupción volcánica, un terremoto, una inundación, o cualquier otra causa). Los ecosistemas pierden resiliencia cuando los impactos son demasiado cercanos uno a otro en el tiempo, o bien cuando han sido modificados por actividades humanas.

Así las cosas, en caso de que se pudieran reportar daños al ambiente, éstos no serían atribuibles a un fenómeno natural, ya que los ecosistemas –naturales también– responden (naturalmente) a esos fenómenos. La causa de los daños al ambiente habrá que buscarla en las actividades que hemos llevado a cabo en él. Una vez más, debo citar a Rolando García: La naturaleza se declara inocente. Cuando un evento natural, aún en un escenario de cambio climático global, impacta a un ecosistema de tal manera que se le pueda considerar dañado, será porque ese ecosistema ya estaba alterado; y lo estaba debido al impacto de alguna actividad humana.

Por estas razones es que se decretan áreas protegidas, y por las que se exige que las obras o acciones que emprenden tanto inversionistas privados como agencias del sector público, tengan que pasar por el proceso de evaluación de impacto ambiental. También es la razón que sustenta la formulación de programas de ordenamiento ecológico del territorio. No obstante, todavía hay muchas personas, organizaciones, y empresas, que siguen considerando que establecer áreas protegidas, ordenar el uso del territorio en función de sus características ambientales, o exigir que toda obra o acción atraviese por un procedimiento de evaluación de su impacto ambiental, son acciones que frenan o impiden el desarrollo.

Se trata de una extraña ceguera: lo que realmente obstaculiza el desarrollo, y multiplica y extiende la pobreza, es seguir haciendo las cosas como si el medio ambiente no existiera, nos fuera ajeno, fuera, en corto, una externalidad. Seguimos construyendo infraestructura de tal manera, y en tales lugares, que se convierte en un agente que exacerba las inundaciones, o el impacto de los huracanes, terremotos o incendios.

Seguimos pensando que el desarrollo es solamente un asunto de la economía, y de la ingeniería; y seguimos entonces haciendo obras, y emprendiendo acciones, que lo que hacen es reducir la resiliencia de los ecosistemas que habitamos, y por tanto, reduciendo la capacidad de recuperación que tenían, incluso frente a escenarios como el que vivimos, de un cambio climático global.

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