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José Ramón Enríquez
Foto: Víctor Camacho
La Jornada Maya

Miércoles 20 de junio, 2018

Para los hijos de Abraham, o sea, los mundos judío, cristiano y musulmán, el destino tanto del ser humano como del mundo está en manos de una deidad única (llámese Yahvé, Dios o Alá) por tanto, el individuo puede agradarle o desagradarle, obedecerle o desobedecerle, conmoverle o repugnarle de tal forma que, en mayor o menor grado, según las teologías, el individuo consigue modificar su propio destino “con el favor de Dios”. Para el mundo grecorromano, no. El destino es, en primer lugar, caprichoso y, en último término, fatal. Nada puede el ser humano más que ser juguete de un destino que, además, se hereda implacable de padres a hijos. Tal es el sentido y el terror culminante de la tragedia.

Cuando Sören Kierkegaard, en medio de la angustia que daría nacimiento al existencialismo, escribió [i]Temor y temblor[/i] justamente se refería a un Yahvé caprichoso del [i]Antiguo Testamento[/i] dispuesto a traicionar su propia alianza y hacer que Abraham, a quien prometiera ser padre de multitudes, sacrificara a Isaac, el hijo de su vejez y sujeto de la alianza. El parricidio hace temer y temblar a padre e hijo, victimario y víctima, pero es preciso obedecer. En el último momento, Yahvé detiene el brazo armado del padre y salva al hijo, porque era tan sólo una prueba de fidelidad a esa irrompible alianza.

Agamenón, hijo de Atreo maldito por los dioses, no corre con tal suerte y debe sacrificar a su hija Ifigenia, en la inmortal tragedia de Eurípides. Artemisa resulta inconmovible y el temor y el temblor se consuman. Por fin, la maldición de los atridas culminará en Orestes, el parricida. A los dioses grecorromanos parecían complacerles el filicidio y el parricidio.

En el judaísmo, un cordero sin mácula se sacrificaba en la Pascua y, ya en el cristianismo, ese cordero pascual se convirtió en Jesús, sacrificado de una vez y para siempre en el calvario. Con la llegada a Europa del cristianismo y su triunfo, gracias a Constantino, el sentido trágico desapareció. En realidad aún antes: Séneca sería el último gran trágico latino.

Ya sin tragedia, el teatro se vuelve drama, comedia, farsa, todas las variantes, pero el horror del hombre como juguete en manos de un destino fatal no pasa de ser “historia contada por un bufón” de culpas muy humanas. Para llegar alturas que pudieran ser trágicas, requiere de la música y surge el melodrama. No hay un juicio de valor en estos géneros: todos pueden ser magníficos o lamentables. El cine continúa la tradición.

Pero de pronto llega de Grecia alguien como Yorgos Lanthimos, nacido apenas en 1973, que trae en la sangre la tragedia de su Atenas natal y nos la escupe en películas donde el temor y el temblor nos poseen por completo, como Kynodontas o la reciente [i]El sacrificio de un ciervo sagrado[/i], cuyo guión ganó en el último Festival de Cannes y se llevó el premio de la Crítica en el Festival de Sitges. Si es difícil recuperarse tras ver Kynodontas y volver a caminar erguido por las calles, tras [i]El sacrificio de un ciervo sagrado[/i] duda uno si ha vuelto a respirar.

Hay críticos que tan sólo han visto en esta obra maestra de Yorgos Lanthimos un homenaje a Kubrick y aun los hay que la califican como un “thriller loquísimo” sin arañar siquiera la hondura de los actos sacrificiales que nos llegan de antiguo en su terrible estética. Exige a sus actores la contención del dolor propia de la tragedia: Colin Farrell, Nicole Kidman, Barry Keoghan, Sunny Suljic y Raffey Cassidy no se permiten la menor concesión. No hay melodrama. La música de Schubert, Bach o Sofia Gubaidúlina lo impiden por completo.

Nadie debe perderse esta liturgia amarga.

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