Miles de turistas llegan a Holbox todos los años para nadar con tiburones ballena

De mayo a septiembre una inmensa manada de escualos ilumina las costas de la isla
Foto: Isabel Sánchez B.

En su trayecto de miles de kilómetros, por los siete mares, el tiburón ballena —Rhincodon typus— va acompañado de una corte de rémoras y esmedregales; en algunas latitudes, se unen escuálidos, torpes mamíferos, revestidos en neopreno, incapaces de contener sus emociones por nadar unos segundos —minutos, si hay suerte— a su lado.

En Holbox, frontera viva entre el Golfo de México y el Caribe, de mayo a septiembre, una inmensa manada sueña con ser cardumen y se lanza a las aguas cálidas para atisbar, por un instante, un portento de la creación: la obra de un dios presuntuoso, un recordatorio, un regalo.

Es el pez más grande del mundo, y recorre durante toda su vida —que llega a superar el siglo— los senderos que su especie ha trazado en milenios. Con su boca enorme, va filtrando pequeños organismos, como esas diminutas luciérnagas acuáticas que iluminan las costas de Holbox en noches sin luna; los tiburones ballena comen luz.


Foto: Isabel Sánchez B.

Es un pez más largo y más ancho que un autobús de transporte público —¡y que pesa más que uno completamente cargado!—, cubierto con patrón único de puntos y líneas claras; como las huellas digitales humanas, cada tiburón ballena tiene un diseño irrepetible, una epidermis con una galaxia propia. Quienes los han visto en la noche aseguran que titilan, como constelaciones móviles. 

Los pescadores de la isla, pastores de rebaños de dóciles colosos, saben en qué llanuras pastan; y es ahí donde se dirigen cada día de la temporada de avistamiento. A veces, el primer gigante aparece en media hora; otras, el mar se guarda el secreto por horas.

La semana pasada se llegaron a contabilizar 300 ejemplares que le regalaron a miles de turistas un relato que contarán a sus nietos, una y otra vez. Les describirán esa piel de estrellas que cubre al animal, esa mirada de border collie que les devolvió: la fugacidad de la alegría.


Foto: Isabel Sánchez B.

El nado con el tiburón ballena se ha convertido en una de las principales actividades de Holbox, isla bisagra entre mares y estados. La mayoría de quienes ofrecen esta experiencia combina su labor con la pesca: oficio que, aunque en retroceso, sigue siendo identidad y sustento.

Los meses de llegada del pez coinciden con temporadas de pesca. El pueblo, con poco más de mil quinientos habitantes permanentes según el INEGI, se convierte en un trajín, multiplicando su población con una flotante de más de ocho mil personas, entre guías, trabajadores turísticos y obreros. 

En esa superficie, el caos crepita entre carritos de golf y mutiladas maletas rodantes. En temporada alta, llegan unos 2 mil 500 turistas al día, cifra que puede ascender a 10 mil en fines de semana.


Foto: Isabel Sánchez B.

Los pescadores deben elegir: pasear turistas o, por ejemplo, participar en el torneo de pesca anual, algo así como la Champions de los pescadores, que reúne a equipos de Quintana Roo y Yucatán y este año repartió el domingo 10 casi un millón de pesos en premios.

Uno de los que sacrificó la pesca por el turismo esa semana fue Misrael Castillo, Misra, quien, en una embarcación capitaneada por su padre René, llevó a un grupo a bucear con el tiburón ballena.

Como antecedente, Misra recuerda que los pescadores de Holbox son buzos de élite, curtidos en el boom de la pesca de pepino de mar, cuando escuadrones de la isla eran reclutados por flotas progreseñas para saciar la demanda asiática de este afrodisiaco. Los chinos brillaban, fluorescentes, luego de atascarse de pepino.

Su padre llegó a Holbox hace cuarenta años. Antes, los tiburones ballena eran hallazgos ocasionales. Su presencia indicaba cardúmenes de esmedregal, arponeados con extremo cuidado, buceando quedito para no importunar al compañero de travesía. El tamaño imponía respeto; nadie quería averiguar si eran peligrosos. 

Con el tiempo, se supo que son gigantes dóciles: prácticamente “chimuelos”, con dien-tes de tres milímetros que no usan para masticar y un esófago diminuto, pese a tener bocas de metro y medio capaces de filtrar 6 mil litros de agua por minuto.

Nunca, asegura Misra, se ha pescado un tiburón ballena: “Y eso que aquí se comía de todo. Incluso manatí: sabíamos que en alguna casa lo cocinaban por su penetrante olor”. No era pesca masiva; era hambre.

Con la certeza de su docilidad y el auge del turismo, la isla pasó de la pesca a las excursiones marinas. En los 80 y 90, se lanzaban diez personas al agua para nadar junto al pez, sin chalecos ni guías; incluso había turistas que se colgaban de sus aletas. 


Foto: Isabel Sánchez B.

El abuso ahuyentó a los tiburones ballena por años —”imagínate que estás comiendo y te comienzan a toquetear la cabeza, los brazos, el pecho…”—, hasta que llegaron los reglamentos: máximo dos personas a la vez, con chaleco, sin contacto. El gigante, indiferente ante la insignificancia humana, sigue de nuevo sus rutas milenarias.

Antes de enumerar las medidas, Misra se zambulle con una pareja del norte de México; el hombre lleva tatuados en el pecho lampiño un ramillete de calaveras, que tiembla en su lienzo moreno, azuzado por el miedo. El ”valiente” de la lotería se convierte en niño al ver a la criatura.

Por lo general, la experiencia submarina dura pocos segundos. Aunque desde la superficie pareciera que el tiburón ballena se desplaza con la lentitud de los astros, bajo el agua bastan dos impulsos de su titánica cola para dejar atrás a los intrusos. 

Con excepciones. Misra recuerda que la semana pasada paseó a un grupo de holandeses, que le siguieron el ritmo al animal durante varios minutos. ”Creo que eran nadadores olímpicos”, bromea. El guía se rezagó decenas de metros atrás, viendo cómo los europeos exprimían el instante. 

La fascinación no es exclusiva de Holbox. En Donsol, Filipinas, la poeta Aimee Nez-hukumatathil describió en el bestseller World of Wonders que “las manchas en su espalda parecen una ciudad de luz, donde todos están siempre despiertos, tratando de recordar la dulce y simple memoria de la tierra”.

Mar de contrastes

Cada mañana, una treintena de lanchas zarpa rumbo al bufet de plancton. El amanecer pinta el mar como un espejo, roto a veces por un rastro de botellas plásticas que, señalan los pescadores, llegan desde embarcaciones yucatecas.

En el horizonte, barcos de gran calado buscan arrancar pulpos de sus cuevas. Muchos provienen de Progreso, puerto que denuncia la irrupción de colegas de Campeche pero se permite incursionar en aguas quintanarroenses.

Los paseos incluyen paradas para esnorquelear con tiburones gata —que se restriegan en las piernas blancas de los turistas—, visitar ojos de agua y playas vírgenes pobladas de cormoranes, flamencos, pelícanos y gaviotas. Más adentro, en Cabo Catoche, la jungla se traga la primera iglesia católica de México y un fuerte del siglo XVII que resistió cañonazos piratas.


Foto: Isabel Sánchez B.

Con estos cimientos, el futuro de Holbox se va definiendo en el horizonte, en el que ya se vislumbran diversas amenazas, desde la cíclica marea roja al arribo de otro tipo de fauna nociva: jóvenes, principalmente peninsulares, que han elegido a la isla para replicar los excesos estadunidenses del spring break. 

Aún así, entre cortes de agua y luz y una señal de internet menguante, los mil quinientos pobladores de la isla siguen adaptándose con esperanza. El cielo está despejado y el agua, tranquila. El tiburón ballena mantiene su ruta, y eso es todo lo que importa.

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Edición: Fernando Sierra


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