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Blanche Petrich
Foto Rodrigo Díaz Guzmán
La Jornada Maya

6 de noviembre, 2015

Una vez más, el candelero ilumina el siempre fascinante tema de la relación entre la Cuba revolucionaria y un gobierno emanado del PRI. Nuevamente prevalece la cordialidad. El presidente Enrique Peña Nieto y su homólogo cubano Raúl Castro se sentarán a la mesa para compartir el pan y la sal. El escenario es el Palacio de Gobierno de Yucatán, frente a la Plaza Grande que exhibe desde tiempos de los abuelos las singulares bancas de parque conocidas como las tu-y-yo.

Viene al cuento el nombre de las bancas porque la reunión bilateral entre los dos presidentes tiene un toque de reconciliación.

Ya se sabe: desde el triunfo de la revolución cubana y la proclamación del primer país socialista en el Hemisferio Occidental, en 1960, Estados Unidos no solo le declaró la guerra (comercial, económica, ideológica, política, diplomática y también bélica) a Cuba. Todos, en el vecindario latinoamericano, se sumaron a las premisas anticomunistas y anticastristas de Washington. Y todas las naciones de la región rompieron relaciones con La Habana. Aislamiento, fue la consigna. México fue el único que no la acató. ¿Por qué? No precisamente porque los sucesivos gobiernos priístas (donde destacan grandes figuras de derecha, como Miguel Alemán, Díaz Ordaz y el propio Luis Echeverría) simpatizaran con los barbudos, sino porque, en un enfoque pragmático no carente de sensatez, México prefirió mantener un margen de independencia frente a su autoritario vecino del Norte y optó por lo que se llamó una “neutralidad de excepción” frente al régimen de Fidel Castro.

A cambio de mantener la amistad con el vecino acosado, los revolucionarios de la isla se comprometieron con México a no alentar o apoyar los procesos revolucionarios y de lucha armada que se produjeran en el territorio mexicano, a diferencia del papel de retaguardia que jugaron en movimientos similares, como Colombia, Nicaragua, El Salvador y tantos otros.

Desde 1975, cuando Luis Echeverría protagonizó la primera visita de un mandatario mexicano a la isla de los barbudos, hasta los años del salinismo, que fueron prolijos en gestos amistosos y protectores hacia un gobierno cada vez más acosado y aislado por la agresividad de Washington, la premisa mexicana ante Cuba fue de defensa a su derecho a la autodeterminación y soberanía. Hay que subrayar que en esos años cayó el Muro de Berlín, se disolvió el bloque socialista organizado en el CAME y la isla, cuya economía se basaba en el monocultivo del azúcar que endulzaba la vida de los países comunistas, cayó en un 75 por ciento. Los expertos aseguran que una debacle económica de esa naturaleza solo puede compararse con lo que significó para Alemania el periodo de la posguerra, después de su derrota en la segunda guerra mundial.

Como dice una canción del roquero Carlos Varela, de los noventa, muy popular en Cuba: "Los mapas están cambiando de color".

Pero Cuba se mantuvo firme en su sueño socialista, a un costo tremendo en la calidad de vida de su población, que poco a poco perdió la mística.

En esta historia no solo Fidel Castro fue terco. Mucho más tercos fueron los sucesivos habitantes de la Casa Blanca, que cuando vieron a Cuba en los huesos, en plena época de vacas literalmente flacas -“periodo especial”, le llamaron- redoblaron su apuesta por acabar con los Castro, su revolución y la mentada soberanía de los cubanos.

Ernesto Zedillo, Vicente Fox y Felipe Calderón se fueron con la finta. Un presidente del PRI y dos del PAN creyeron oportuno cambiar de bando y pasar al lado de los hostigadores de Cuba. Perdieron la apuesta. Los mapas siguen cambiando de color.

Hoy Estados Unidos ha decidido reconocer la inutilidad de su pelea frente a los cubanos. Raúl ha sucedido en la presidencia del país y el liderazgo del Partido Comunista a su hermano Fidel Castro. El PC ha dictado reformas de fondo, que llaman “de actualización”, en la economía y en la política. Y alrededor del nuevo panal cubano revolotean cientos de hombres de negocios de todo el mundo, incluidos mexicanos, dispuestos a hincar el diente al manjar antillano.

En palabras del ministro de Comercio Exterior e Inversiones de Cuba Rodrigo Malmierca: para la inversión extranjera, su país ofrece un menú único en el mundo: reglas claras, muy bajo nivel de corrupción (alto contraste con otras latitudes, incluida la nuestra), un desarrollo científico y técnico alto, envidia de muchos desarrollados; una fuerza laboral calificada, con el más alto nivel educativo de la región, bajos salarios, geopolítica excepcional y un mercado interno con una capacidad de crecimiento potencial.

Frente a esta carta, a los empresarios y funcionarios del gobierno peñista se les puede hacer agua la boca, más que frente a uno de los templos de la gastronomía que caracterizan a esta bella ciudad.

Los papeles también han cambiado de color. Cuba ya no es un país acosado, necesitado de amigos. Hoy es la manzana a la que todos quieren hincar diente. Y el gobierno priísta está haciendo fila, en espera de su turno.


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